El
nombre ‘español’ no puede aplicarse indistintamente a cualquier vestigio
colonial originado en la España del siglo XVI porque todavía seguían residiendo
en ella miembros y ex-miembros de la comunidad musulmana cuyas creencias y
costumbres se diferenciaban netamente de las del sector cristiano. Serán
precisamente los descendientes de musulmanes los más necesitados de abandonar
España cuando en 1609 se decrete un edicto de expulsión contra su comunidad.
Al mismo
tiempo, el movimiento humano que supone la colonización del Nuevo Mundo
brindaría la ocasión de que estos moriscos, disimulando su origen, aprovecharan
las ventajas de radicarse en América. Es ese mecanismo el responsable del
traslado al Río del Plata de rasgos culturales, materiales y psicológicos que
evocan, desde entonces, la presencia del lejano marco islámico dentro del que
habían vivido los moriscos antes de la cancelación jurídica de su comunidad.
***
*Introducción
Un sabio del
Islam, Sheykh Abdul Kerim Effendi (qs), ha dicho que lo más peligroso que un
hombre puede hacerse a sí mismo es desconocer de dónde proviene, desconocer su
propia historia, por lo que en este espacio nos hemos propuesto darle un lugar
a nuestra historia desde el conocimiento real de nuestras raíces culturales,
raíces encargadas de forjar una identidad tradicional original que nos define
como argentinos. En estos tiempos que corren, tiempos de desarraigo y
aculturación, creemos fundamental el hecho de revalorizar las referencias
culturales que nos pertenecen con el debido respeto que les corresponde, para
lo cual es necesario el conocimiento desapasionado de los procesos históricos
que han constituido nuestro ser diferencial. Consideramos que como argentinos
poseemos una identidad tradicional definida y que se refleja definitivamente en
los colores de nuestra cultura vernácula: desde los hábitos y costumbres, hasta
nuestro folklore y nuestro idioma, reflejan ese ser que nos identifica entre
las demás culturas del mundo. Y el modelo por antonomasia de la cultura
argentina es la Tradición Gaucha, a la que asisten en su origen una gran
cantidad de elementos morisco-andaluces de trasfondo netamente
islámico-oriental. De aquí que tomemos a nuestro Gaucho como referente al
momento de estudiar procesos y sentar precedentes.
Es así que el
gusto personal con que hemos emprendido esta tarea de investigación y difusión
es doble, lo cual esperamos compartir con nuestros lectores: por un lado el
gusto como argentinos de ahondar en nuestras raíces tradicionales, intentando
humildemente conocer algo más de aquello que nos constituye como un pueblo
original, amándolo e identificándonos placenteramente con su forma y color; por
el otro el gusto como musulmanes al descubrir que en el proceso germinador de
estas raíces han intervenido pulsiones inconfundibles de un acervo islámico,
herencia que ha sido por mucho tiempo ocultada tras las cortinas del mito
eurocentrista impuesto por cierta visión histórico-política que, durante
generaciones apoyadas por la inmigración masiva, hizo mella en la mentalidad de
nuestro país.
Por lo tanto,
ya es tiempo de que conozcamos y valoremos lo que es nuestro, lo que nos
pertenece y nos identifica, y que nos apoyemos en ello para poder crecer
cultural y espiritualmente sin la opaca necesidad de acudir a lo foráneo en
busca de soluciones mágicas que en nada nos pertenecen.
*La Importancia del
Gaucho
“El
gaucho, es decir, el hombre argentino tal como emerge del seno del mito, es el
cimiento de nuestra vida nacional” (El Mito Gaucho, C. Astrada)
Antes de
comenzar con nuestra exposición aludiremos brevemente a la importancia que
tiene lo gauchesco en la configuración de lo que se ha dado en llamar nuestro ‘ser nacional’, para luego así derivar
de ello la gran influencia que tuvieron en su emergencia los elementos de
origen hispanomusulmán que expondremos más adelante.
En gran
medida el gaucho -o lo gauchesco-, como
representante de nuestro ser nacional, surge a raíz de la reivindicación del
poema Martín Fierro escrito en dos
partes por don José Hernández entre los años 1872 y 1879.
El origen de
esta vindicación -reacción tradicionalista frente a la ola foránea llegada con
la inmigración que amenazaba desintegrar el espíritu propiamente argentino-
puede rastrearse hacia el año 1913, momento en que el escritor argentino
Leopoldo Lugones pronuncia una serie de conferencias en el Teatro Odeón de
Buenos Aires, que unos años después serán recogidas en la obra literaria titulada
El Payador. En ellas Lugones
desarrolla un análisis de la figura emblemática del trovador de la pampa para
seguirlo de otro sobre el poema de Hernández, calificándolo como ‘el libro nacional de los argentinos’,
reconociendo al gaucho su calidad de genuino representante del país, emblema de
la argentinidad. En tanto que el poema, para el escritor y periodista Ricardo
Rojas, otro de sus grandes reivindicadores, representaba el clásico argentino
por antonomasia.
Criado en las
faenas camperas, lo que naturalmente lo llevó a involucrarse con gauchos desde
niño, José Hernández al comienzo del poema revela a Martín Fierro como el
prototipo del gaucho: se presenta como cantor, hombre independiente, laborioso,
pacífico, valiente, conocedor del campo y sus actividades, y, ante todo, libre.
En la cultura de nuestro país se ha llegado a asimilar de tal modo lo gauchesco
a José Hernández que el Día de la Tradición se celebra el 10 de noviembre,
fecha de nacimiento del poeta, y el Día del Gaucho el 6 de diciembre, fecha de
la aparición de la primera parte del poema.
Sin embargo,
si bien la obra de Hernández supone un hito fundamental en la instauración de
lo gauchesco como sinónimo de argentinidad, encontramos que el gaucho como
entidad real ha sido un personaje clave en la historia argentina y en nuestra
constitución tanto social como cultural en cuanto a nación tradicionalmente
definida en el mundo. Parafraseando al citado Lugones:
“Hallamos que todo cuanto es origen
propiamente nacional, viene de él. La guerra de la independencia que nos
emancipó; la guerra civil que nos constituyó; la guerra con los indios que
suprimió la barbarie en la totalidad del territorio; la fuente de nuestra
literatura; las prendas y defectos fundamentales de nuestro carácter; las
instituciones más peculiares, como el caudillaje, fundamento de la federación,
y la estancia que ha civilizado el desierto: en todo destacase como tipo.
Durante el momento más solemne de nuestra historia, la salvación de la libertad
fue una obra gaucha. La Revolución estaba vencida en toda la América. Solo una
comarca resistía aún, Salta la heroica. Y era la guerra gaucha la que mantenía
prendido entre sus montañas aquel último fuego. Bajo su seguro pasó San Martín
los Andes, y el Congreso de Tucumán, verdadera retaguardia en contacto, pudo
lanzar ante el mundo la declaración de la independencia”.
Sin embargo,
aquí pondremos énfasis en el aspecto netamente cultural de lo gauchesco y en la
incidencia que en ello han tenido elementos de origen hispanomusulmán (morisco).
*El Gaucho, avatar
sudamericano del árabe musulmán.
Comenzando
con nuestra labor de investigación, informaremos que numerosos han sido los autores
clásicos y contemporáneos de la Argentina que han hablado de nuestro gaucho
como un avatar de lo “árabe”
trasplantado al suelo de nuestro país. Debemos aclarar que “árabe” es un mero concepto alusivo que señala al conjunto de
patrones orientales que estos autores hallaron en el gaucho.
Por ejemplo
el filósofo argentinista Carlos Astrada, en su libro El Mito Gaucho, dice que como argentinos nuestro efectivo
ascendiente étnico es netamente árabe, haciendo referencia, claro está, a las
primeras generaciones de criollos que habitaron en nuestro litoral.
El primer
gran teórico sobre los orígenes hispanomusulmanes del gaucho fue el
jurisconsulto, escritor y periodista Federico Tobal (1840-1898), quien dice: “El
traje del gaucho no es más que una degeneración del traje del árabe y aún los
dos hombres se confunden al primer aspecto. El chiripá, el poncho, la chaqueta,
el tirador, el pañuelo en la cabeza y bajo el sombrero, no son más que
modificaciones de las piezas del vestido árabe, pero modificaciones ligeras y
que no constituyen un traje aparte como el nuestro europeo. El habitante de
nuestra campaña no ha creado este traje como vulgarmente se afirma, fundándose
en que está indicado por el medio en que vive. Él lo ha recibido de sus mayores
que lo crearon precisamente por la razón indicada y lo conserva con la adhesión
apasionada que inspiran los hábitos heredados. Y hace bien en conservarlo,
porque es bello, como hacen mal los que predican su supresión como ‘si el hábito hiciera al monje’ y como
si la civilización estuviese en las tijeras del sastre francés o inglés. Ese
traje era el que llevaba Avicena y Averroes y el que vistieron califas
eminentes, y Sófocles y Virgilio, cuyos bustos veneramos en nuestros gabinetes
y cuyas obras admiramos, jamás conocieron más que la toga y la clámide (...)
Todo en el gaucho es oriental y árabe: su casa, su alimento, su traje, sus
pasiones, sus vicios y virtudes y aún sus creencias. (...) Interminable sería
agotar esta tesis. Las cosas, los hechos y los accidentes de relación que
constatan el origen se ofrecen por doquiera. La semejanza es tan viva que basta
la más ligera atención para percibirla. (...) Por mayor que sea la indolencia
en que haya caído el gaucho, carecerá de árboles o de huerto su hogar, pero no
carecerá del pozo que es la cisterna (jagüel
o aljibe) para las frecuentes abluciones, alta necesidad de sus costumbres
que se nota especialmente entre los pueblos paraguayo y correntino y que no es
ciertamente de origen indio” (F. Tobal: Los
libros de Eduardo Gutiérrez: El gaucho y el árabe, notas en el diario La Nación
de Buenos Aires los días 16, 23 y 28 de febrero y el 2 y el 4 de marzo de 1886).
El poeta e
investigador entrerriano Marcelino Román, en su obra El Itinerario del Payador, nos dice lo siguiente:
‘Unos ven en
el gaucho un árabe, por su aspecto y por entender que la sangre morisca de los
andaluces fue la que principalmente afluyó a las pampas con la conquista y la
colonización hispánica (…).
A menudo los
gauchos han sido comparados con los árabes. “Estos
árabes sudamericanos”, dice Mac Cann, después de observar a un grupo de
conductores de carretas. “Tienen un
sorprendente aspecto de árabes o de beduinos”, expresa León Palliére.
Sarmiento
también estableció semejanzas entre los gauchos y los árabes no solamente en
sus rasgos fisonómicos, sino también en cuanto a los usos, las costumbres e
inclinaciones. Para Mitre el gaucho era “una
especie de árabe y cosaco”, que poseía el fatalismo del primero. (…) Para
Groussac él era “hermano del árabe nómada
trasplantado a la pampa americana”. Consideraciones análogas formuló Carlos
Octavio Bunge.
Enrique Gómez
Carrillo, fino cronista, curioso trotamundos, que visitó por primera vez la
Argentina en 1914, vio también al gaucho “con
cara y con alma de árabe”. (…)
Los gauchos
rioplatenses han sido parangonados con los llaneros de Venezuela. Y allá
también aparece la tendencia que venimos señalando.
Al hablar de
la gente de su tierra venezolana Rafael María Baralt, prestigioso escritor del
siglo pasado, decía que las costumbres de los llaneros, “por una singularidad curiosa, eran y son aún tártaras y árabes más que
americanas y europeas”. Agregaba que “sus
dichos, festivos siempre y en ocasiones profundamente epigramáticos, participan
del gracejo y donaire natural de la risueña Andalucía”.
Escritores de
la época actual se expiden en parecidos términos. Vemos, pues, prevalecer la
creencia de que en el hombre de los llanos de la América del Sur preponderan
los rasgos procedentes de la herencia árabe trasmitidos a través de los
andaluces y que por eso es un poeta intuitivo.’ (El Itinerario del Payador, Cap.: El Payador en el Cuadro Histórico,
Social y Cultural)
Carlos
Octavio Bunge (1875-1918), en un discurso pronunciado en la Academia de
Filosofía y Letras, en 1913, dice del gaucho:
“Por sus
facciones correctas, sus sedosos cabellos y barba, y sobre todo por la gracia
emoliente de sus mujeres, recordaba al árabe trasplantado a las orillas del
Betis (es decir, a los andaluces).”
El escritor,
poeta y tradicionalista catamarqueño Luis L. Franco (1898-1988), en su libro El otro Rosas señala lo siguiente: “La
ascendencia de los jinetes del desierto arábigo o africano está presente en más
de un detalle: el uso de riendas abiertas para sujetar el caballo si desmonta
el jinete; el cabalgar derecho en la silla; el trepar sobre ella de un salto
sin tocar el estribo mientras el caballo avanza. (...) El nuevo hombre ya no es
español, por cierto. Por el lado de su sangre india le viene la aptitud para el
dominio de la desaforada llanura, por el otro lado también: la sangre medio
mora de España ha recobrado en la pampa su medio originario de desierto poblado
de galopes. (...) El gaucho come carne y bebe mate amargo. Mate y carne de vaca
(por eso asegura Lugones: ‘El gaucho
nunca fue alcoholista’. -El Payador, pág. 50). (...) El aduar árabe, la
toldería pampa misma, significan, cada cual a su modo, una asociación efectiva
(...) El gaucho no es propiamente un nómade, ni tampoco lo contrario; es más
bien, si se quiere, un sedentario a caballo. Diríamos que nace a caballo, pues
el niño es, a los cuatro años, un jinete delante de Dios... (...) Como en las
tribus árabes, aquí el cantor es agente de sociabilidad, es decir, de cultura.
Todo gaucho es músico, pero en las broncas coplas del payador, el corazón de
los hijos del desierto balbucea el lenguaje confraternal de la poesía. (...)
Desde luego, el gaucho no era un salvaje, pues, por raro que parezca, el
admirable espíritu de la cortesía árabe-española (islámica), que la opresión político religiosa (de la inquisición) no pudo extinguir del todo en la Península,
persistió en él” (L.L. Franco: El Otro
Rosas, Editorial Schapire, Buenos Aires, 1968, págs. 79-108 y 125).
El
agrimensor, historiador y costumbrista Aníbal Cardoso (1862-1923), en uno de
sus artículos escribe lo siguiente: “Es un hecho realmente curioso que después
de luchar los españoles durante ocho siglos con los árabes hasta desalojarlos
de la Península, vinieran pocos años después a colonizar nuestro país, donde
sus hijos nacerían con el instinto y crecerían con la tendencia del amor al
caballo, tan arraigado entre los moros, sus seculares enemigos. Si a esto se agrega
el amor a la vida libre, el culto al valor y a la hospitalidad, la afición a
los actos heroicos y caballerescos, y la frugalidad estoica en los tiempos de
miseria, tenemos que nuestros gauchos han sido los árabes del Plata”. (Aníbal Cardoso: Los atributos del gaucho
colonial, en el Boletín de la Junta de Historia y Numismática Americana; Buenos
Aires, 1928, v. 5, págs. 71-91; citado también por Gabriel Taboada en Gauchos,
Tea, Buenos Aires, 1992, pág. 159)
Continuando
con esta serie de consideraciones, el político e historiador chileno Benjamín
Vicuña Mackenna (1831-1886), en El Gaucho
y el Indio Pampa (1855), nos da la siguiente observación: “El gaucho de la pampa es como el árabe del
desierto, es el beduino de la América, su traje, sus costumbres (…); su chiripá
es el bornuz, su caballo su única propiedad, el puñal es su amigo, y su casa la
sombra del ombú cuyo follaje lo refresca en la travesía cual el árabe reposa al
pie de la palmera. (…)”
Tal vez dos
de los más grandes reveladores de la genética hispanomusulmana en nuestro
gaucho han sido Domingo Faustino Sarmiento y Leopoldo Lugones, a quienes
acudiremos más adelante.
A
continuación nos permitiremos una breve aproximación histórica a esta genética,
cómo se produce y cómo llega a América.
*Mudéjares, Moriscos y
Mestización
El erudito
francés René Guénon nos dice que cuando una tradición se encuentra a punto de
desaparecer o extinguirse, sus últimos representantes traspasan voluntariamente
a la memoria colectiva de un pueblo o comunidad los restos de esa tradición que
de otra manera se perderían irremediablemente. Así hay una ‘supervivencia’ de elementos tradicionales que se conservan en el
ámbito de la cultura popular, cuyas manifestaciones se han dado en llamar ‘folklore’. Resulta entonces que las
formas y los colores de una tradición censurada y a punto de desaparecer
subsisten en el resultado de atisbos residuales que se conocen como folklore y
que representan la expresión y difusión del patrimonio cultural de un pueblo o
etnia en particular. Nuestro folklore argentino, representado por el
tradicionalismo gaucho, no se encuentra exento de tal apreciación.
Nuestro
folklore gauchesco ha sido el recipiente en el que fueron vertidos los atisbos
residuales de una tradición que por mucho tiempo fue censurada, perseguida y
que para el momento en que el gaucho nacía a la vida, estaba casi ya extinta
para un determinado grupo humano, en un determinado tiempo y lugar. Esta
tradición fue el Islam, el grupo humano fue el de los moriscos, y el
espacio-tiempo mencionado es el concerniente al desarrollo de la conquista
católica de la Península Ibérica luego de siete siglos de cultura islámica.
La Tradición
Islámica ingresa en la península Ibérica hacia el año 711 de la mano de Táriq
ibn Ziyad, general amazigh del por
entonces gobernador del Califato Omeya en el norte de África, Musa ibn Nusair.
Los gobernadores del Califato Omeya eran de origen árabe, quienes, partiendo
desde Arabia se asentaron en Damasco (capital
del califato en lo que hoy es Siria) para luego gobernar sobre el norte de
África. En aquel entonces el norte de África estaba habitado por diversas
etnias Imazighen (también llamadas ‘bereberes’) como los Cabileños,
Chleuh, Tuaregs, etc. Imazighen (en
singular ‘amazigh’) quiere decir ‘hombres libres’, como se llaman a sí
mismos, denominación común en Marruecos y Argelia.
‘Bereber’ procede de la adaptación árabe
de ‘barbr’ del término griego ‘barbaros’ (atención a la dicotomía que luego establecerá Sarmiento). En la
antigüedad los griegos conocían a los bereberes como Libios y los romanos los llamaban ‘numidios’ o ‘mauritanos’.
Los europeos medievales los incluyeron en los ‘moros’, palabra procedente de ‘mauro’, es decir, ‘de piel oscura’ (de aquí ‘moreno’),
nombre que aplicaban a todos los musulmanes del norte de África. A este
respecto es importante lo que el antropólogo francés Atgier señala: “Si entre
griegos y romanos ‘moro’ equivalía a ‘negro’, en la lengua bereber ‘negro’ se decía y se dice ‘berik’. En varios dialectos de estas
gentes el masculino plural se forma del prefijo ‘iberik’, pues significa ‘los
negros’. En otros dialectos se prescinde del prefijo y ‘berik’ es lo mismo en plural. Si en este vocablo suprimimos la
terminación ‘ik'’, que adjetiva así
como ‘ico’ en ‘ibérico’, y se dobla la radical ‘ber’ -lo que es bastante común en los idiomas del norte de África-
obtenemos la voz ‘berber’. Resulta,
pues, que ‘moro’, ‘íbero’ y ‘bereber’ indican un pueblo primitivamente de piel oscura, que se
ha ido modificando por mezcla con otros que sucesivamente fueron ingresando al
país.” Es decir, estos moros y bereberes de ancestro musulmán serán los
encargados de poblar Al-Ándalus y de llevar su cultura heredera del oriente.
Como Al-Ándalus se conocerá entonces al
territorio de dominio islámico en la Península Ibérica.
Hacia
mediados del siglo XIII, al-Ándalus quedará reducido al reino nazarí de
Granada, el cual capitula ante los Reyes Católicos en el año 1492.
Se llamó Mudéjares a los musulmanes que
permanecieron viviendo en territorio conquistado por los cristianos y bajo su
control político. El término deriva de la palabra árabe Mudayyan que significa ‘doméstico’
o ‘domesticado’. En su gran mayoría,
de condición social humilde, eran campesinos con una especial vinculación con
las tareas rurales o artesanos especializados (y estos son datos a tener en cuenta para la posterior incidencia que
aquellas tareas tuvieron en la forja de las culturas ecuestres y rurales en Sudamérica).
En un
principio, las condiciones de la rendición del reino nazarí de Granada
permitían a los musulmanes la continuidad y el ejercicio de la religión y la
cultura islámica; sin embargo hubo un rotundo incumplimiento de lo pactado ya
que se formaron misiones que intentaron convertir a los musulmanes al
cristianismo, lo que motivó los primeros conflictos.
En el año
1499 se le encomienda al Cardenal Cisneros la tarea de persuadir con más dureza
la conversión de mudéjares al cristianismo. Este hombre no dudará en emplear
métodos represivos para lograr su objetivo, lo que lo llevó a cometer actos tan
desafortunados como la quema de librerías islámicas en diciembre del mismo año.
Más de ochenta mil manuscritos de la España islámica se perdieron para siempre
tras el afán inquisidor de borrar la identidad islámica.
En el año
1500, y debido a la persecución incesante de que eran objeto los mudéjares, se
produce el levantamiento popular del barrio de Albaicín. Debido a este, en febrero
de 1502 se emite una Pragmática que ordenaba la conversión de los musulmanes o
su expulsión. A partir de estas conversiones forzadas, los mudéjares pasaron a
ser denominados ‘moriscos’,
diminutivo despectivo de ‘moro’. Los
moriscos también fueron conocidos como ‘cristianos
nuevos’, denominación que sentará una distinción racial discriminativa
entre los descendientes de moros y los cristianos viejos.
En 1566
Felipe II prohíbe el uso de la lengua árabe, de vestimentas y ceremonias de
origen musulmán. Esto desata la rebelión de las Alpujarras (1568-1571). Tras
esta fracasada rebelión, la nobleza española, cegada por un furor racista,
presiona al Rey para que proceda a la expulsión masiva de los moriscos. Esta se
llevó a cabo entre los años 1609 y 1614. Los moriscos entonces se asentaron
en el norte de África. Algunos se
quedaron en España y Portugal, fingiendo ser cristianos nuevos o gitanos, pero
permaneciendo fieles a la fe islámica. El resto emigró a América en similares
condiciones de clandestinidad.
Hacia finales
del siglo XVI se estima que la población morisca en los reinos peninsulares
podía oscilar entre las 300.000 y 500.000 personas. Se concentraban
fundamentalmente en el Reino de Valencia y en Extremadura, Murcia y Andalucía.
Odiados por los cristianos viejos, rechazados por la corona y detestados por la
Iglesia, que dudaba de la sinceridad de su conversión, los moriscos devinieron
en una masa objeto de toda clase de sospechas y de imposible integración por
cuanto suponía la pervivencia dentro de España de un pueblo inasimilable y
hostil.
De los
colonizadores venidos de España a tierras americanas, sabido es que el grupo
más numeroso procedía de Andalucía, la región cuyo pasado nombre, al-Ándalus,
como dijimos, fue el dado por los musulmanes a todo el territorio peninsular
conquistado por ellos a partir de 711. El índice geobiográfico de cuarenta mil
pobladores españoles de América reunido por Peter Boyd-Bowman, prueba que el
continente andaluz fue mayoritario en los primeros tiempos del período
antillano, al formarse el sedimento inicial de la sociedad colonial americana;
después, aunque no mayoritario, fue doble o triple que el de cualquiera de las
regiones más aportadoras.
Ahora bien,
desde el hecho de encontrar voces y modismos de procedencia árabe en el
primitivo lenguaje colonial, voces que pervivieron en el idioma de América y
que sin embargo no se hallan en el castellano de España, y notables pautas culturales que arraigaron
en suelo americano y que no se deben confundir con el exiguo legado transmitido
por los españoles del sector cristiano europeo, nos permite inferir la
presencia del elemento humano morisco que se encontró afianzado desde un
principio de la sociedad colonial americana, y esto tiene que ver con la huida
de este elemento humano de condiciones de vida difíciles y hostiles. El
historiador español Antonio Dominguez Ortíz afirma que venir a América para el
europeo normal se presentaba como una empresa muy costosa y arriesgada, que
sólo intentarían aventureros, perseguidos políticos y religiosos y otras
categorías excepcionales. Los moriscos, descendientes de musulmanes, serán los
más necesitados de abandonar España luego del decreto de expulsión decretado en
1609 contra su comunidad. Al mismo tiempo, el movimiento humano que supone la
colonización del Nuevo Mundo brindaría la ocasión de que estos moriscos,
disimulando su origen, aprovecharan las ventajas de radicarse en América.
El
historiador mejicano Hernán G. H. Taboada explica que luego de la conquista de
Granada, entre los cristianos viejos se veía favorablemente el envío de
moriscos hacia otras tierras ya que temían su crecimiento demográfico en la
Península debido a que ni la censura religiosa ni la emigración voluntaria
impedían su aumento. Ante lo cual, entre la gran cantidad de soluciones
propuestas figuran las de enviarlos a regiones americanas, como por ejemplo a
la inhóspita Terranova o como Bernardino de Escalante aconsejaba a Felipe II,
en una carta del año 1596, que “aunque sea
disimuladamente, debe su Majestad mandar que todos los años se saquen con este
nombre de pobladores cantidad de moriscos con sus mujeres e hijos, de los
lugares donde habitan que más a propósito pareciere, sin respetar a ricos ni a
pobres, y llevarlos a embarcar a los puertos cuando se ofrecieren flotas que
partan a Tierra Firme, Honduras y Nueva España” y repartirlos en
poblaciones de españoles e indios, dándoles tierras y ocupaciones, aislándolos
y ocupándolos en expediciones de conquista.
Igualmente la
conocida laboriosidad de los moriscos hizo que en ocasiones se los requiriese
en América, por ejemplo, para instalar obrajes de seda en Nueva España sugirió
su envío el obispo Zumirraga hacia 1540; un pedido semejante hacía el
arquitecto italiano Juan Bautista Antonelli para las obras de fortificación en
Cuba. A pesar que estas sugerencias no fueron atendidas, los moriscos bien
pudieron ingresar a América hasta el año 1578, momento en que se les hizo
extensivo el cierre al Nuevo Mundo: los que ya habían llegado deberían ser
devueltos a España. Sin embargo siguieron llegando y los ecos de su presencia
resuenan hasta el fin de la Colonia. La Inquisición los creía descubrir con
frecuencia y les atribuía creencias y conjuras.
A pesar de
las prohibiciones y las persecuciones, la presencia de moriscos en el Nuevo
Mundo es la más documentada y mencionada; Taboada cita: los cronistas del Perú,
la obra en verso de Juan de Castellanos, la Crónica del Potosí de Arzáns de
Orsúa y Vela, los archivos protocolares y los procesos de la Inquisición dan
nombres y ejemplos; soldados, guardaespaldas, artesanos, esclavos, concubinas
de origen morisco, que a veces llevan como sobrenombre la marca de su origen,
practican sortilegios y curaciones o interpretan sueños, lo que ya en España
era típico de su grupo. Taboada hace notar que también es posible que hubiera
moriscas esclavas o libres llevadas a Indias para ejercer la prostitución,
aunque también se habla de un morisco que llegó a cacique de un grupo de nativos
de Venezuela, lo que debemos tener en cuenta al momento de considerar el
carácter de ciertas sublevaciones y el atributo libertario y emancipatorio del
morisco plasmado luego en el código de conducta de los criollos marginales, que
el historiador argentino Hugo Chumbita ha dado en llamar bandoleros rurales.
Los moriscos
que se aventuraban al Nuevo Mundo debían llegar con un permiso especial, que
será sistemáticamente anulado a partir de 1578, lo que, a pesar de los datos
suministrados por Taboada, nos puede permitir inferir erróneamente una escasa
presencia morisca en América, como manifiestan, por ejemplo, el tribunal
inquisitorial de Lima que entre 1570 y 1600 procesó a 78 criptojudíos y sólo a
dos moriscos, o como en el virreinato de Méjico que los moriscos no son
señalados como puntos neurálgicos, es decir, de consideración. Sin embargo hubo
una serie de causas y factores que favorecieron una cierta invisibilidad del
morisco en el Nuevo Mundo. La investigadora M. E. Sagarzazu enumera cuatro causas
razonablemente posibles: 1) la frecuente inmigración ilegal; 2) la pobreza de
informes y procesos encausados por la Inquisición del Nuevo Mundo; 3) el escaso
número de criptomusulmanes que entre los moriscos llegaban, y 4) la falta de
idoneidad de quienes debían detectar las herejías, entre las que figuraba el
criptoislamismo. Dentro de los ingresos ilegales se incluyen náufragos,
desertores y desterrados que dependiendo de las condiciones anteriores de vida
acabaron encontrando en tierras americanas un lugar de delicias. La
historiadora española R. Sánchez Rubio apunta que la compraventa de licencias
permitió el paso de prohibidos a las Indias y la profesora portorriqueña Luce
Lopez-Baralt, sobre la presencia morisca en Puerto Rico, acota lo siguiente: “ya sabemos que aunque el paso de moriscos y
judeoconversos estaba prohibido, por lo dudoso de su ortodoxia, estas
disposiciones se burlaron repetidamente. La presencia de descendientes de
moriscos y aún de criptomusulmanes es, no cabe duda, una realidad documentada
en los albores de nuestra historia nacional”. Esta afirmación sirve de
conclusión a una investigación sobre la existencia de otros conversos de moro
en la isla de Puerto Rico. Otro ejemplo notable lo aporta Rodríguez Molas en su
Historia Social del Gaucho, cuando
informa que a pesar de las estrictas disposiciones prohibiendo el ingreso de
penitenciados por la Inquisición -moros y judíos, al igual que sus
descendientes- una información de limpieza de sangre autorizándolo a hacerlo
era lo más simple y fácil de obtener, y muchas veces, como ocurre con los
acompañantes del colonizador español Juan Ortiz de Zárate, tampoco lo exigen.
Rodríguez Molas dice que el hecho era tan corriente, tan popular, que hasta
cierto personaje de una novela española del siglo XVII se burlaba de la
disposición oficial con inusitado desparpajo: “Fácil negocio es eso... porque si hay en Sevilla testigos para decir
mal quitando la fama, honra y crédito de quien no conocieron ni oyeron decir,
mejor los hallará para decir y acreditar a quien se lo pague... Y yo, que tanto
deseaba ver el Nuevo Mundo... salí de la posada en busca de algunos amigos para
mi abono y nueva información, deparándome mi buena suerte cuatro que a
pretender hábito de Alcántara, por sus dichos no lo perdiera (de obtener)”
(Jerónimo de Alcalá, El donado hablador,
en Novelistas posteriores a Cervantes,
Madrid, 1946). Sobre la facilidad de obtener en expediente de limpieza de
sangre Rodríguez Molas recuerda que fray José de Madrid, nieto del comerciante
sefardí portugués Diego Luis de Lisboa, demuestra ser ‘cristiano viejo’ sin antecedentes judíos (en Palacio de Madrid,
Archivo de la Real Capilla, Pruebas de
Predicadores, legajo 7).
Sagarzazu
apunta que otra vía de ingreso imposible de ser detectada la proporcionaban las
naves sin licencia que transportaban a quien estuviera en condiciones de pagar
el traslado, fueran o no prohibidos. Otra circunstancia que facilitó el paso de
los moriscos a las colonias de América se infiere de que las naves destinadas
al Brasil y al Río de la Plata paraban en Canarias, y como hace notar el prof.
Manuel Lobo Cabrera, estas islas habían quedado como la única porción del
territorio español de la que los moriscos no fueron expulsados.
Ahora bien,
existió un indudable rigor de carácter fundamentalista que consideró al
morisco, por su ascendiente musulmán, como alguien de sangre impura, prohibida,
lo que favoreció a la ilegalidad del mismo en el Nuevo Mundo. Sin embargo, la
atribución de ilicitud e ilegalidad al ingreso de moriscos a América, no
significa que los miembros de aquel colectivo tuviesen una inclinación a los
actos delictivos, sino que era la consideración de que a ellos les estaba
prohibido lo que a otros no, o que explícitamente llevaban un estilo de vida y
costumbres censurados o mal vistos por los cristianos viejos. Estos aspectos
convergen para crear una imagen negativa de algunos primitivos pobladores
llegados de la Península, es decir, que no eran gente de buena estirpe. Por ejemplo, según los catálogos de Pasajeros a Indias, Ortiz de Zárate, luego de
insistentes requerimientos y bandos, reúne aproximadamente trescientos
voluntarios que según el decir del tesorero Montalvo eran la “escoria de Andalucía”, desplazados (prohibidos) a los que se agregan cientos
de campesinos hambrientos y soldados sin esperanza... El cronista Fernández de
Oviedo ya antes había escrito lo que luego se transformaría en tendencia
general: “En aquellos principios si
pasaba un hombre noble y de clara sangre, venían diez descomedidos y de otros
linajes oscuros y bajos”. Juan Friede observa que de 13.000 pasajeros que
emigran entre 1509 y 1550 sólo se mencionan a 36 hidalgos, es decir, de buena
sangre (citado por Rodríguez Molas, pág
33).
En las
colonias, la escasa capacidad de los agentes encargados en descubrir al
cristiano nuevo de moros o de judíos, facilitó al morisco velar costumbres de
ancestro musulmán, sobre todo la negativa de consumir carne porcina. Así mismo,
como apunta Sagarzazu, el tipo de vida de muchos de los primeros españoles, al
unirse con mujeres indígenas, fue rural, lo que a propósito de las costumbres
los favorecía triplemente, ya que dentro del matrimonio era entonces el varón (un morisco, en este caso) el que a
través de su supremacía como conquistador y como hombre imponía su voluntad y
sus costumbres, y porque el alejamiento de los centros urbanos les permitía
reproducir sin testigos las tradiciones que traía (costumbres más tarde encargadas de originar el código de conducta
gauchesco, sobre todo en los criollos de la zona comprendida por lo que hoy es
Argentina, Uruguay y sur de Brasil). El campo, entonces, resultó ser el
ámbito propicio para que los moriscos encontraran la tranquilidad de una vida
en relativa libertad. Los obispos deban la razón de no poder llegar a estos
pobladores porque se encontraban diseminados en territorios demasiado extensos,
razón que también conspiró contra la autoridad inquisitorial encargada de
detectar a posibles criptomusulmanes. Así la marginalidad podía prosperar en
las Indias con facilidad y, como dice Sagarzazu, ese fue el motivo por el que
la clandestinidad ofreció un marco adecuado para obviar una presencia tan
esquiva como la morisca en América. La ausencia de controles institucionales
favoreció así un estado de cosas que sería aprovechado por quienes buscaban una
grieta para escapar de una situación agobiante como en la que se encontraban
los miembros de los colectivos marginalizados de la sociedad colonial española.
En un
temprano principio de su llegada a América, los españoles traían moriscos
andaluces que, hechos prisioneros, servirían a dos propósitos fundamentales en
el poblamiento del Nuevo Mundo: por un lado eran incorporados por la fuerza al
ejército español y por el otro servirían de mano de obra debido a la
experiencia que tenían sobre todo en el ámbito rural. Así también fueron
sumándose mercenarios andaluces decididos a escapar de las persecuciones de que
eran objeto para aventurarse en América como soldados rasos.
Los moriscos
que vinieron a América llegaron huyendo del estigma doloroso impuesto por las persecuciones
de la inquisición. Una vez aquí asentados forjaron culturas ecuestres: la de
los gauchos en Argentina, Uruguay y
Brasil, huasos en Chile, llaneros en Colombia y Venezuela, chagras en Ecuador y qorilazos en Perú, con múltiples
influencias culturales en la música, costumbres, hábitos, vestimenta y demás.
Estas culturas fueron la plasmación de un movimiento humano que simbolizaba la fe, la tradición y
las tremendas ansias de independencia y libertad que los moriscos arrastraban
desde España.
Así es que
los primeros gauchos de que da cuenta nuestra historia fueron soldados rasos
andaluces que desertaron del ejército español y huyeron al desierto pampeano,
como también aquellos criollos productos de la mestización entre nativas
aborígenes y moriscos peninsulares.
A
continuación compartiremos una serie de documentos que exponen dicho origen.
El escritor
argentino de origen árabe, Ibrahim Hallar, nos cuenta lo siguiente: “En 1580,
don Juan de Garay sale de Asunción con sesenta soldados, algunos oficiales y
mujeres guaraníes. Estas llevan ya sus hijos nativos, producto de uniones con
el conquistador hispano. Anotemos que vasconios y asturios, encomenderos por
las leyes de Indias, no podían contaminar su casta, sólo podía hacerlo el
soldado libre, raso, el andaluz morisco, a quien le fue permitido uniones con
numerosas mujeres indígenas. El contingente que señaláramos precedentemente,
acampa el 11 de junio en el mismo lugar abandonado por don Pedro de Mendoza. Y
aquí cuenta la leyenda que seis años después, en 1586, uno de aquellos soldados
rasos, que venía con el vasco Garay se quejó en misiva al monarca de todas las
españas, de la podredumbre en que vivían. Apercibido y fuertemente reprimido
por el Veedor del Rey, hizo trueque de su morada al precio de un caballo blanco
y una guitarra, y montando el brioso corcel, se acercó a la plazuela mayor y
única, y al tiempo que clavaba sus espuelas en el noble animal, exclamó con
todas sus fuerzas: ‘¡¡Muera Felipe II!!’,
entonces caballo, jinete y guitarra rumbearon hacia la pampa distante unos
cientos de metros más allá. Y así nació el primer gaucho, el primer rebelde que
la historia o tradición conoce por el nombre de Alejo Godoy” (El Gaucho: su originalidad arábiga).
El
tradicionalista y jurisconsulto argentino Carlos Molina Massey (1884-1964), que
ha estudiado el origen del gaucho, se pregunta: «¿De dónde vino el gaucho?
Nuestra capital cosmopolita se fundó con setenta familias guaraníes, traídas de
la Asunción por Juan de Garay. Otras familias querandíes se le fueron
incorporando. En 1671 recibió la ciudad un contingente de doscientas y pico de
familias “calchaquíes” de la tribu de
los Quilmes. De esas cruzas
indo-españolas salieron los primeros gauchos de las pampas de Buenos Aires y
análogo origen tuvieron sus hermanos del continente. Los ocho siglos de
conquista mora habían puesto su sello racial característico en la población
íbera: el ochenta por ciento de la población peninsular llegada a nuestras
playas traía sangre mora. El gaucho fue por eso como un avatar, como una
reencarnación del alma de la morería fundiéndose con el alma aborigen en el
gran ambiente libertario de América».
El Profesor
Ricardo Horacio Shamsuddin Elía, en Reconstrucción
Historiográfica de las Señas Mudéjares del Gaucho, apunta que uno de los
análisis más precisos sobre estas mestizaciones y sus consecuencias, con
algunos datos hasta ahora inéditos, se puede encontrar en una obra del educador
y politólogo argentino Dr. Raúl Puigbó, en la que escribe: «Como ha señalado
Ortega y Gasset, el conquistador español se “americanizo”,
se vio obligado a adaptarse a condiciones de vida muy diferentes a las propias
de la península ibérica y, además, debió integrarse al nuevo escenario en que
debía actuar: medio físico, clima, vegetación, extensión, geografía,
habitantes, todo, absolutamente todo, era distinto. Pero algo favorecía esta
adaptación: España -en el siglo XVI – había pasado por un proceso intenso de
mestización e integración cultural, tras ocho siglos de dominación árabe y de
convivencia de tres religiones: el catolicismo, el islamismo y el judaísmo.
(...) Cuando se inicia la conquista de América, España tenía serios problemas
de población debido a la sangría producida por tres factores principales: las
pérdidas de vida durante la guerra de la reconquista de la península y por la
expulsión de los moros y judíos, casi contemporánea con el descubrimiento de
América. Por consiguiente, no podía desprenderse de muchos españoles, sobre
todo a consecuencia de las guerras que debió mantener en Europa durante el
reinado de Carlos I de España (Carlos V de Alemania), para mantener sus
dominios en los Países Bajos, Alemania e Italia. Ante esta dificultad, los
reyes de España establecieron, durante el siglo XVI, directivas de poblamiento
que favorecían la unión de españoles con indias. Los registros de personal que
pasaba a América llevados en Sevilla, demuestran que el número de mujeres españolas
que pasaban a América era escaso y que la mayoría eran esposas de funcionarios
o conquistadores que acompañaron a sus esposos, especialmente con destino a
México o al Perú. Al resto de América llegaron pocas mujeres españolas, como
ocurrió en el Río de la Plata. La opción era tomar mujeres indígenas y, de ese
modo, contar con hijos mestizos que ayudaran al poblamiento y la colonización
de las nuevas tierras. Un caso típico, en tal sentido, fue Asunción, donde los
españoles encontraron tribus guaraníes asentadas en aldeas (‘tava’) que se mostraron amistosas. Pero hubo otro elemento que
contribuyo al rápido mestizaje: los españoles, en su mayoría, provenían de
Andalucía, región que había conocido un proceso intenso de mestizaje entre
españoles, árabes, moros, gitanos y judíos. El andaluz era de piel morena y se
sintió atraído por las mujeres guaraníes “de
piel cobriza, melena lacia y negra, mirada vivaz, nariz recta y boca chica”,
según las describe el historiador paraguayo H. Sánchez Quillón. Además, eran
afectas al baño y al aseo del cuerpo. Y como los guaraníes eran polígamos,
ofrecían sus mujeres a los españoles, a los cuales, a partir de ello, podían
llamarlos “cuñados”. No debe extrañar
que algunos sacerdotes llamaran a Asunción “Paraíso
de Mahoma” (...) Ricardo Konetzke, en su obra El mestizaje y su importancia en el desarrollo de la población
hispanoamericana, señala que “no
existía repugnancia sexual de razas de una manera original y general cuando los
descubridores y conquistadores españoles se pusieron en contacto con la
población indígena de América”. Y agrega: Los españoles no encontraron, en
general, “estéticamente repugnantes”
a las indígenas americanas, más bien les resultaban agradables. Es que los
andaluces no tenían mucha diferencia en tez, en talla y constitución con los
indígenas, lo que favoreció el comercio sexual. (...) Una última observación:
los negros africanos procedían de etnias diferentes como lo han señalado
Gilberto Freyre y otros autores. Algunos de ellos eran mulatos de portugueses y
había muchos que procedían de regiones más civilizadas por la influencia
islámica y que hablaban y leían el idioma árabe» (La identidad nacional argentina y la identidad iberoamericana, Grupo
Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1998, págs. 266, 274,275 y 281).
Eduardo
Mansilla de García, en el libro titulado Lucía
Miranda, narra el siguiente episodio que nos resulta altamente
significativo: “Gaboto, zarpa del puerto de Cádiz, España, con una flotilla de
tres buques y 200 personas. A cargo de una de las naves va el 2º Oficial
Sebastián Hurtado con su esposa, Lucía Miranda, morisca, natural de Murcia,
España, su padre y cinco familias amigas. En mayo de 1526 navegaron el Río
Paraná, y a la altura de lo que los aborígenes Timbúes denominan Carcarañá,
desembarcan y levantan el Fuerte Sancti Spiritu, quedando a cargo de Hurtado y
76 hombres. Gaboto prosigue la navegación. No pocos componentes de la
tripulación eran españoles de origen
musulmán”.
Debemos
señalar que el proceso de mestización entre moriscos andaluces y mujeres
aborígenes que dio como resultado la emergencia de nuestros gauchos, fue
ampliamente posible en las zonas de nuestro país donde los nativos no mostraron
resistencia ni hostilidad frente a los colonizadores –o que fueron fácilmente
sometidos a ellos-, como sucedió en el litoral (Entre Ríos, Santa Fe, Buenos Aires) con los nativos guaraníes y en el área cuyana (Mendoza, San Juan, La Rioja) con los
nativos huarpes. Remarcable es el
hecho de que los grandes caudillos que comandaron las montoneras gauchas
defensoras de nuestra tradición fuesen originarios de aquellos territorios (Facundo Quiroga, Estanislao López, Chacho
Peñaloza, Francisco Ramírez, Felipe Varela, Santos Guayama, Severo Chumbita,
etc.)
Una de las
primeras autoridades virreinales en hacer notar la presencia de moriscos a
caballo en la pampa y denunciar tal presencia en nuestro territorio fue
Hernandarias, primer gobernador del Río de la Plata, quien en el año 1617
escribe al Rey de España diciendo haber encontrado muchos moriscos a los que se
les llamaba “gente perdida” (mote que
recuerda al “vago y mal entretenido” dado
después al gaucho), que tenían su sustento en el campo, dedicados a la caza del
ganado cimarrón. Diego de Góngora, quien sucedió a Hernandarias en la
gobernación, presentaba también sus quejas al Rey, alertando que se
multiplicaban los moriscos en la pampa, con el constante aporte de náufragos,
desertores del ejército, sumado a quienes llegaban en barcos clandestinos que
eludían los controles (Cf. Rodríguez
Molas, Historia Social del Gaucho).
Ahora bien, si
llegaron moriscos al Río de la Plata y dejaron pautas culturales que
arraigaron, es porque lo hicieron en cantidad significativa. A continuación
revisaremos algunas de estas pautas culturales. Comenzaremos con las voces y
etimologías de origen morisco y la incidencia que este origen tuvo en la
configuración de nuestro lenguaje.
*Voces y Etimologías de
procedencia morisca
Con la
conquista de los Reyes Católicos, la población de origen musulmán, sobre todo
en las capas sociales más bajas, especialmente los campesinos, tras quedar en
zonas de dominio cristiano, había adoptado la lengua romance en su habla
cotidiana la cual era escrita de forma aljamiada,
escritura que mantenía los caracteres árabes. Cuando en 1567 Felipe II prohibió
el uso de la lengua árabe, cualquier utilización del idioma fue convertido en
un crimen y se dio a los moriscos tres años para aprender castellano; sin
embargo, en zonas como Castilla, Extremadura y Valencia, los moriscos ya tenían
como lengua materna el castellano. Desarrollando la escritura aljamiada con una
intención de no perder sus raíces idiomáticas, los moriscos establecieron una
interrelación entre la lengua romance castellana y el árabe. Esta misma
interrelación es notable en lo que se refiere a la lengua mozárabe, constituida por distintos dialectos romances escritos en
alfabeto árabe. Se la conoce principalmente por las jarchas (estrofas finales de las poesías denominadas moaxajas) de los poetas andaluces que en
ocasiones usaban estribillos romances con algunos arabismos. Se atribuye al
mozárabe características de las hablas sureñas del castellano como el andaluz.
A este
respecto, el filólogo español J. M. Persánch, en su artículo El Andaluz: ¿Lengua Criolla o Dialecto
Castellano?, escribe lo siguiente: “Los castellanos vencieron en su
reconquista y sometieron a una aculturación a los habitantes de la zona
reconquistada, que durante ocho siglos de presencia musulmana habían forjado un
habla criolla (pues la lengua de los vencidos tiene que adaptarse a la
vencedora). Esto lo hemos presenciado recientemente, en términos históricos,
con la lengua de la única superpotencia actual en el mundo, el inglés, por
ejemplo, cuando Estados Unidos se hizo con un tercio del territorio de Méjico
anexionado tras la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo (1848), toda la zona
habla ahora inglés. Antes se aprendía latín en época del imperio romano y trajo
como consecuencia el desarrollo de las lenguas romances; análogamente, España
como tal cuenta con 500 años de historia, los musulmanes estuvieron en
Andalucía 8 siglos, ¿debemos pensar que su habla y su cultura no caló en la
población cristiana de aquel contexto histórico?
Para crear un
reino (estado) fuerte se debe consolidar una identidad lo más homogénea
posible, con un factor común: la lengua. La España de la reconquista se cimentó
sobre el castellano y la religión católica, de ahí que se ignore al andaluz
como lengua criolla, que si bien es cierto que conserva un gran sustrato léxico
castellano, presenta múltiples rasgos propios. Pidgin es la variedad lingüística que se crea a partir de dos o más
lenguas con el fin de satisfacer necesidades inminentes de comunicación entre
individuos que no poseen ninguna variedad en común (está pasando actualmente
con el spanglish, ¿por qué negar que sucediera hace siglos con el latín
–romances- y el árabe?) Las lenguas pidgin no tienen hablantes nativos, porque
son soluciones sociales y, por ello, se caracterizan por normas de
aceptabilidad. Paso previo al nacimiento de toda lengua criolla. Cuando el
pidgin encuentra hablantes nativos, pasa a ser lengua Criolla, y ésta ya no es
ninguna de las anteriores, sino un híbrido, otra cosa. La lengua Criolla se
desarrolla, se enriquece, aumenta su complejidad morfo-sintáctica, desarrolla
variedad léxica y sobre todo se convierte en variedad materna de una comunidad.
Todos estos factores se dan en el andaluz (…)
(El Andaluz, como lengua criolla) toma un
gran sustrato del léxico castellano, pero no rechaza influencias árabes (Aljamiada-mozárabe-castellana).”
Otro erudito
español, el renombrado filólogo Rafael Lapesa, miembro de la Real Academia
Española, en su ensayo La Lengua española
en América, escribe: “Es innegable que la versión andaluza de la lengua
española peninsular es la más afín al español hablado en América. Como rasgos
comunes a toda Hispanoamérica habríamos de limitarnos, en la fonética, a la
indistinción de eses y ces o zetas; y en la morfosintaxis, a la eliminación de vosotros, os y vuestro, en beneficio respectivo de ustedes, les o los, las y
su, suyo; y ambos rasgos coinciden con el uso general de la mayor parte
de Andalucía. También el yeísmo (pronunciar
la ll como la y, tan común entre los gauchos argentinos y uruguayos), la
confusión y pérdida de r y l implosivas y la aspiración y omisión de s.” Lapesa
recoge estos ejemplos de una serie de cartas de sevillanos incultos (probablemente campesinos de origen morisco)
escritas entre 1549 y 1635 en lugares tan distantes como el Norte de la Nueva
España, Lima, Arequipa, Cuzco y Potosí. Vemos, pues, la innegable influencia
morisca en la configuración de nuestro español.
Ahora bien,
también resulta notable el empleo de voces árabes en el castellano
sudamericano. Estos arabismos aparecen relacionados con las ocupaciones por
excelencia de los moriscos en América, tareas rurales, especialmente de
arriería. El fenómeno puede explicarse por el arraigo afectivo a la lengua que
hace que los hablantes conserven giros o voces sueltas por mucho tiempo aunque
ya no se comuniquen a diario con ella.
Por ejemplo,
el tradicionalista de origen francés y estudioso del gaucho por excelencia
Emilio Honorio Daireaux (1843-1916), en su obra Vida y Costumbres en el Plata anota lo siguiente: “En la época de
las primeras poblaciones en América la dominación de los Árabes en España había
terminado por la expulsión o la sumisión; muchos de estos vencidos emigraron.
En la pampa encontraron un medio donde podían continuar las tradiciones de la
vida pastoril de sus antepasados. Fueron los primeros que se alejaron de las
murallas de la ciudad para cuidar los primeros rebaños. Tan cierto es esto que a
muchos usos y artefactos allí empleados se les designa con palabras árabes: al
pozo, palabra española, se le nombra jagüel,
desinencia árabe, y a la manera árabe sacan los pastores el agua. Gaucho es una palabra árabe desfigurada.
Es fácil encontrar su parentesco con la palabra ‘chauch’ que en árabe significa conductor
de ganados. Todavía en Sevilla (en Andalucía), hasta en Valencia, al
conductor de ganados se le nombra chaucho”.
Al igual que
Daireaux, Lugones en Voces americanas de
procedencia arábiga, nota publicada en La Nación, Buenos Aires, domingo 9
de marzo de 1924, demuestra el origen árabe de la palabra “gaucho”, pero derivándola de uahsh
o uahshi, esto es en árabe: montaraz, bravío, arisco, huraño;
asimismo, explica cómo su variación fonética alcanza a términos como huaso, guaso, guácharo, guacho, etc.
Agregaremos
que en el árabe dialectal del Norte de África gaushi significa barullo,
júbilo, entusiasmo, buen ánimo. En Argelia, también expresa “lo popular”, “lo del pueblo”.
El empleo de
una raíz árabe podría indicar que, entre quienes componían la peonada colonial,
abundaba gente con un léxico particular, diferenciado del de sus primeros
patrones godos y todavía en condiciones de crear algún término sobre étimos no
siempre de origen latino. Esto sucede con voces completamente desconocidas en
España que se han utilizado en el castellano americano como por ejemplo ‘baquiano’ y ‘argelado’.
El filólogo y
etimólogo Joan Corominas, en su Diccionario
Clásico Etimológico Castellano e Hispánico, aclara que ‘baquiano’ procede de baqiya,
voz que en árabe significa ‘el resto, lo
que queda’. En su excelente ensayo Baquiano,
un enigma con historia, la investigadora y escritora María Elvira Sagarzazu
escribe lo siguiente: ‘Ahora bien, este sentido de conocedor práctico, de guía, que la voz conlleva, no guarda
aparente relación con la raíz árabe que apunta al remanente de algo; ha de hilarse más fino para llegar al punto
donde el significado del étimo árabe empalma con el de conocedor. Personalizando la idea de remanente y expresándola como los que quedan, se visualiza el
recorrido de las nociones que contribuyeron a la génesis semántica de la voz,
ya que ese remanente hace referencia
a una presencia humana sometida a la acción del tiempo como condición necesaria
para adquirir experiencia del terreno. La palabra resume la conexión existente
entre permanecer en un lugar y llegar a conocerlo, exactamente lo que convierte
a un peón en baquiano’.
A este
respecto citamos a Domingo F. Sarmiento, que en sus Viajes por Europa, África y América apunta lo que sigue: “Entre
otras cosas los baqueanos árabes me llamaron poderosamente la atención por la
singular identidad con los nuestros de la pampa. Como éstos huelen la tierra
para orientarse, gustan las raíces de las yerbas, reconocen los senderos, y
están atentos a los menores accidentes del suelo, las rocas, o la vegetación.
Un árabe, por ejemplo, conversa con otro en el Sahara, mediando entre los
interlocutores una distancia de dos leguas; los espías husmean la proximidad
del ganado a tres leguas de distancia, y como sabuesos siguen por el olfato la
dirección de los duares enemigos. Yo ponderé a mi turno la vista de nuestros
rastreadores y los conocimientos omnitopográficos de nuestros baqueanos, a fin
de sostener la gloria de los árabes de por allá, a punto de ser eclipsada por
el olfatear el ganado y conversar de un extremo al otro del Sahara, de los
gauchos de por acá”. (D.F. sarmiento:
Viajes por Europa, África y América 1845-1847 y Diario de Gastos, “África”,
Colección Archivos - Fondo de Cultura Económica, en colaboración con la Unesco,
Buenos Aires, 1993, pág. 198).
La
terminología gauchesca que deriva del árabe es vastísima. Basta con nombrar la alpargata (ár.: al-bargat, “la zapatilla”), el aljibe (ár.:
al-yubb, “el pozo”), la guitarra
(ár.: al-qitar, “la cuerda”), la moharra (ár. muhárrib, “aguzado”: la media luna de hierro con
filo que se ponía en la base de las chuzas de las lanzas gauchas), y el guadal: ese argentinismo que identifica
a un terreno que se encharca cuando llueve y que deriva del árabe uadi (“río”), término que ha originado
una multitud de topónimos en el mundo hispanoamericano (Guadalquivir, Guadalajara, Guadalcanal, Guadiana, etc.).
Los ejemplos
son abundantes. La especialista española Dolores Oliver Pérez, en su artículo
titulado ‘Dos Arabismos nacidos de un
imperativo árabe’, explica el origen de ¡arre!,
arriar, arriero, como procedentes del árabe harrik, harraka, haraka, harakat, que da la idea de moverse, de
movimiento, de viajero.
Así mismo, por influencia morisca el romance
reprodujo textualmente algunas fórmulas y frases hechas árabes de neto origen
musulmán que perviven en nuestra actualidad con total vigencia, por ejemplo: Si Dios quiere, Dios mediante, Dios te
guarde, Dios te ampare, Dios proveerá, etc...
*Vestimenta Gaucha de
influencia Morisca
Otro elemento
que define los usos culturales de un pueblo es la vestimenta. En la historia de
nuestro país, sobre todo en la etapa de las trágicas guerras civiles, el antagonismo
federales-unitarios muchas veces fue carcterizado por la diferenciación
despectiva de las vestimentas que se utilizaban en cada bando. Así los
federales, de corte gaucho y tradicionalista, eran quienes usaban poncho y
chiripá, y los unitarios, de sesgo europeísta, eran los de levita y frac. Esta
distinción tenía que ver con formas completamente opuestas de percibir y
experimentar la realidad, y la vestimenta era un elemento esencial que
manifestaba y referenciaba la forma de cada cual.
Ahora bien, en
el gaucho, en nuestro hombre tradicional, la vestimenta morisca, o de origen
islámico-oriental, ha sido una constante en todas sus facetas históricas. Por
ejemplo, Ventura Lynch en su libro Folklore
Bonaerense, publicado en el año 1883, escribe acerca de nuestros primeros
gauchos: “Este gaucho, que puede decirse el descendiente de dos razas, la
blanca y la cobriza, sentía correr por sus venas la ardiente sangre de los
andaluces y la belicosa de los querandíes. (...) Vestían los gauchos de aquel
tiempo... un pantalón hasta la rodilla, muy parecido al de los andaluces, con
un entorchado a la altura del bolsillo... y destacaba un calzoncillo de hilo o
de lienzo hasta el suelo, flecado y bordado de tablas”.
Ahora bien,
tanto el pantalón andaluz como el calzoncillo a los que alude Ventura Lynch y
que formaban parte del atuendo de los gauchos de aquel tiempo, nos remiten a
los zaragüelles de origen árabe. En
este orden de cosas, el lexicógrafo español Sebastián de Covarrubias Horozco,
en su obra Tesoro de la lengua castellana
y española, del año 1611, define a los calzones que habitualmente llevaban
los campesinos en la zona de Andalucía, como un género de gregüescos o zaragüellos.
La RAE define Zaragüelles como sigue:
“Procedente del árabe hispanizado saráwil,
este del árabe clásico sarawíl, y
este del arameo sarbál o sarbalá. Calzones anchos y con pliegues
que forman parte del traje regional valenciano”. El Sarwil o Sarawill, luego
conocido como zaragüelles, era una
prenda utilizada exclusivamente por la gente árabe de la España medieval, es
decir por los musulmanes andaluces. Esta prenda consistía a modo de unos
amplios calzones que marcaban arrugas verticales a causa de los pliegues
formados para ajustar la cintura al talle del usuario. Por lo general estaba
sujeto a la cintura por medio de un cordón que se anudaba en la parte delantera
de la prenda o por una faja tejida muy común entre los labradores y pastores
moros. La faja también será una prenda distintiva de los gauchos. Refiriéndose
al chiripá y al calzoncillo de la vestimenta gaucha, Leopoldo Lugones, en El Payador, escribe: “Después notaríase
que aquella rudimentaria bombacha abierta (el
chiripá) facilita la monta del caballo bravío. El calzoncillo adquirió una
amplitud análoga; y los flecos y randas que le daban vuelo sobre el pie, fueron
la adopción de aquellos delantales de lino ojalado y encajes con que los
caballeros del siglo XVII cubrían las cañas de sus botas de campaña. Mas, para
unos y otros, el origen debió ser aquella bombacha de hilo o de algodón, que a
guisa de calzoncillos, precisamente, llevaron en todo tiempo los árabes”.
Si bien
aparecida entre el gauchaje en un época posterior, la bombacha campera tiene el mismo origen oriental. En marzo de 1856
se firma el tratado de paz que da fin a la Guerra de Crimea, que enfrentó a las
fuerzas del Califato Otomano contra la Rusia zarista. Más allá de las
innumerables bajas, esta guerra arrojó otro número que significó un gran cambio
cultural en nuestras pampas: más de cien mil uniformes, sobre todo pantalones ‘babuchas’
para los soldados otomanos, “sobraron” y se enviaron para comercializar al Río
de la Plata. La guerra terminaba antes de lo previsto y dejaba un importante
excedente de uniformes que será exportado al mercado rioplatense: las babuchas
otomanas y las camisas amplias aquí conocidas como ‘garibaldinas’, prendas
ampliamente usadas en el oriente musulmán. El primer paso lo dio el presidente
de la Confederación Argentina, Justo José de Urquiza, quien intercambió cien
mil de estas prendas por productos de la Confederación. Al ser demasiadas lo
que sobró fue a parar a las pulperías de campaña con la consiguiente adopción
por parte del paisanaje. Así la babucha otomana pasó a ser la bombacha
campestre de nuestros criollos. A esta babucha en tierras otomanas se la
conocía como Shalwar, derivación
turca del árabe Sarawil, teniendo la
misma procedencia de los Zaragüelles
andaluces. Aún hoy se utilizan los Shalwar
como prenda distintiva de los musulmanes herederos de la cultura otomana.
Otra prenda
distintiva del gaucho es el poncho,
compañero infaltable del hombre de la campaña que se ha convertido en todo un
símbolo cultural de nuestro criollismo. Si bien los estudiosos del tema
refieren el origen del poncho a una procedencia aborigen, Marcos A. Morínigo,
en Notas para la etimología del Poncho,
y luego el filólogo español Joan Corominas en su Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, niegan su
origen indígena basándose en una aparición de la palabra ‘poncho’, en el sentido de ‘frazadilla’
, en la crónica del sevillano Alonso de Santa Cruz, hacia el año 1530, años
antes de la conquista del Imperio Inca o del primer contacto entre mapuches y
españoles. Recordemos también que Sevilla, el lugar natal de Santa Cruz, es la
ciudad más poblada de Andalucía, y que ha contado con un inconfundible aporte
morisco. Por nuestra parte encontramos significativas similitudes entre el
poncho de nuestros gauchos y el albornoz norafricano.
El albornoz (del árabe al-burnus) es
una prenda de lana usada por los campesinos de Argelia y Túnez. Es una especie
de capa de lana que protege del frío a los pastores del Magreb africano. Así
mismo el Aba árabe, paño de lana sin
mangas abierto por el medio para pasar la cabeza. El citado Lugones, escribe en
El Payador: “...el poncho heredado de los vegueros de Valencia”, luego en una
nota inserta señala que del aba árabe saldría la pieza análoga de los vegueros
(campesinos) valencianos. No está de
más hacer ver que en el Reino de Valencia tuvo asentamiento el segundo gran
contingente morisco que sufría los rigores de la persecución, y que éstos
fundamentalmente eran campesinos dedicados a las tareas rurales.
Ya citamos el
origen árabe de la palabra alpargata.
Pues bien, agregaremos que Covarrubias Horozco hace referencia al ‘alpargate’ como un calzado tejido de
cordel que era de utilización distintiva entre los moriscos de aquella época
(1611).
Nota aparte
merecen dos armas indiscutiblemente gauchas que poseen idéntico origen musulmán:
el facón y la moharra.
El facón
encuentra un antecedente evidente en la gumía,
arma blanca de hoja corva que utilizan los bereberes del Norte de África. A
este respecto, Carlos Octavio Bunge, en un discurso dado allá por el año 1913
en la Academia de Filosofía y Letras de Buenos Aires, dice lo siguiente: “Curioso
sería indagar de donde proviene el vocablo ‘facón’
(...) A todas luces es un aumentativo de ‘faca’
(del latín falx), que, según la
Academia Española de la Lengua, significa ‘cuchillo
corvo’. En tal sentido usaban la palabra los escritores clásicos (...)
Ahora bien, no estará de más recordar que, según una carta del padre Cattaneo,
aun a principios del siglo XVIII, los gauchos explotaban las vacadas bravías
con ‘un instrumento cortante en forma de
media luna’. ¿No es de suponer que tal fuera el cuchillo primitivo del
gaucho, trocado luego por el facón, precisamente a mérito de su necesidad de
llevar siempre consigo un arma de combate para defenderse cuando fuera
desafiado?”. Los bereberes suelen guardar la gumía bajo la faja, igualmente
nuestros gauchos el facón, adaptación criolla del arma africana importada a
al-Ándalus.
Sumamente
interesante resulta la relación histórica entre el arma gaucha, la Moharra, y el Hilal, o Luna Creciente, de los Musulmanes.
La lanza, con
una chuza o moharra de forma variable, fue en el siglo de las guerras patrias
arma principal de la caballería gaucha. En castellano, una moharra es la punta
de la lanza, que comprende la cuchilla y el cubo con que se asegura en el asta.
Algunos autores estiman que, etimológicamente, proviene de un vocablo árabe (muharrib) con el significado de ‘aguzado
o afilado’. Por lo tanto así como dejaron un gran legado de vocablos árabes en
el castellano, han dejado también una interesante tradición ecuestre y los
nombres en algunas partes de sus armas. Ahora bien, ¿por qué de allí la
comparación de la moharra con el Hilal?
El Hilal o luna creciente es un símbolo
tradicional entre los musulmanes que refleja el calendario lunar que regula su
vida religiosa. Por ejemplo la luna creciente anuncia el Sagrado Mes de
Ramadán. La tribu árabe de los Banu Hilal (Hijos
del Creciente) o hilalíes, acantonada hasta entonces al este del Nilo,
fueron enviados por el califa fatimí al-Mustansir (r. 1036-1094) a difundir y
consolidar el Islam entre los bereberes del Norte de África. El Hilal cobró
especial importancia entre los Otomanos. La tradición dice que la bandera
Otomana muestra la media luna con una estrella en el centro porque el sultán
Mehmet II Fatih (el Conquistador)
entró en Constantinopla (hoy Estambul)
bajo una luna semejante en la madrugada del 29 de mayo de 1453. Fue así como
esta dinastía turca adoptó ese símbolo como emblema oficial. El hecho de que
durante quinientos años el Imperio Otomano contuviese a numerosas naciones
musulmanas dentro de sus fronteras, amén de su influencia en los pueblos
musulmanes de lengua turca del Asia Central, influyó en la decisión de las
naciones islámicas que surgieron a lo largo del siglo XX de insertar en sus
banderas el Hilal y la estrella como símbolo de fe y tradición. Así, podemos
nombrar las de Argelia, Azerbaiyán, Comores, Federación Malaya, Maldivas,
Mauritania, Pakistán, Singapur, Túnez, Turkmenistán y Uzbekistán.
Como sabemos nuestros gauchos utilizaron la
forma de la media luna en sus moharras, las cuales formaban una parte de la
lanza, y que utilizaron como método de defensa en las guerras patrias.
Recordemos que las huestes gauchas en las guerras de la independencia contra
los españoles, alentaron el fanatismo y la exaltación de estos hombres que
pregonaban la libertad de su Patria. Es muy posible entonces que hayan imitado
la forma del Hilal islámico, en sus moharras, ya que viniendo de costumbres
españolas y por consecuencia árabes, el Hilal representó un emblema de unión y
fervor, y por tradición los gauchos hayan usado lo mismo en sus moharras.[1]
*Hábitos alimenticios
que arraigaron en América
En cuanto a
la gastronomía encontramos que la primitiva y auténtica cocina criolla no
admitía carne de cerdo -la vida rural a
la que el morisco se acogía en España, como aparcero o como arriero, le
brindaba el refugio adecuado para prolongar costumbres prohibidas, como la veda
de carne porcina que hacía referencia a su pasado islámico y que por esto mismo
sería sistemáticamente castigado por la Inquisición española. En nuestras
pampas, el morisco derivaría estas costumbres al gaucho, su descendiente
directo (M.E. Sagrazazu, Baquiano: Un
enigma con historia.)-. Las empanadas sin carne de cerdo fueron
introducidas por los musulmanes en Andalucía y en el sur de Italia, y de allí
se extendieron a todo el mundo; la tortilla criolla de papas, no contiene carne
de cerdo, fue creada por los moriscos. El chorizo criollo tampoco contiene
cerdo. En cambio la empanada y la tortilla de papas españolas sí contienen (de aquí el chorizo colorado español).
La ganadería
en Argentina estaba tradicionalmente asociada a la cría de bovinos y, en menor
medida, de ganado lanar. En este orden de cosas no es secundario señalar que el
gaucho, mano de obra por excelencia en el ámbito rural, rehuía la cría del
cerdo: sencillamente no lo hacía. Este animal consumido por los cristianos
viejos, se conservó allá donde los cuidadores, los peones, tenían origen
indígena, como sucedió en la zona andina, pero desapareció en las grandes
estancias donde el trabajo quedó a cargo de criollos de origen peninsular. Así
ocurrió en la cuenca cisplatina, desde el Río Grande do Sul (en Brasil) hasta el sur pampeano. Y así
desapareció prácticamente el cerdo de la mesa argentina, al punto de perderse a
nivel popular el ‘tocino’. Esa
preparación vuelve al léxico argentino -más que a la gastronomía- con los
inmigrantes italianos del siglo XIX, como lo refleja la denominación vigente:
el italianismo ‘panceta’ (Citado por
M. E. Sagarzazu, en la revista Sharq
al-Andalus, 18, pág. 128).
Los viajeros
extranjeros que describen los mercados y costumbres alimenticias de la
Argentina decimonónica, parecen no notar la presencia del cerdo, tan frecuente
en la gastronomía de sus propios países de origen, Inglaterra y Francia (H. Armaignac; H. M. Breckenridge; S. Haigh;
W. Mac Cann). En los estudios más actuales, los datos sobre el papel del
cerdo en la cocina local también son mínimos (Schávelzon, 2000), mientras el por qué de su rechazo ha generado
confusas referencias (Nueva Historia
Argentina, tomo I, 2000:359-60) sin llegar al nudo de la cuestión. (Cf.
Sagarzazu, El cerdo en la dieta criolla
argentina, estudio realizado a base de una investigación de campo llevada a
cabo en diferentes zonas rurales de la provincia de Corrientes.)
Se sabe que
el cerdo fue introducido por los españoles “desde
la época de Mendoza” (Giberti,
1970:20) junto con ejemplares de ganado bovino, ovino y equino, pero a
partir de 1541 se pierde el rastro de la actividad ganadera porcina y en
adelante el desarrollo de la ganadería argentina se referencia en términos de
la cría de vacas, ovejas, caballos y mulas (Giberti,
1970: 21-23). Conociendo la afición de los españoles de origen europeo por la
carne de cerdo, esta laguna refleja la falta de entusiasmo local por esa carne
y es otro indicio que se suma al anterior, configurando una tendencia que
sugiere la presencia de un tipo de español con otras pautas respecto al cerdo;
un español de tradiciones y antecedentes etnoculturales distintos del cristiano
viejo, radicado tempranamente en nuestro territorio. Esos españoles en España eran
llamados moriscos, y por razones religiosas de origen islámico no consumían
carne de cerdo. Aunque su traslado concreto al Nuevo Mundo sea difícil de constatar, las tradiciones que rodean al cerdo denuncian
la presencia de moriscos, ya que no es posible suponer que sean los mismos
españoles, cristianos y amantes de la carne porcina, los trasmisores del
rechazo que, a su vez, constituía en España el rasgo más claro de adscripción
al Islam. (Sagarzazu, op.cit.)
Respecto de
la forma en que los criollos prefieren cocinar el lechón (dentro de lo poco que es consumido; el cerdo adulto es menos consumido
aún) y en general las carnes, concuerda con el uso morisco de “secarlas”, ateniéndose a la
prescripción coránica de no ingerir la sangre. La costumbre de dejar más tiempo
la carne sobre el asador permitió a los musulmanes españoles mantener vigente
el precepto religioso aún cuando los animales no hubieran sido faenados de la
manera prescripta por el Islam precisamente para asegurar el desangre. La
prohibición del sacrificio según el método islámico por el que la carne quedaba
en condiciones de ser consumida (halal,
es decir, lícita para la ingesta), hizo que los moriscos recurrieran a la cocción prolongada a fin de
eliminar la sangre atrapada en las venas. En la Argentina actual, los criollos
siguen prefiriendo la carne muy cocida, lo que ha sido objetado tanto por
gourmets como por visitantes anglosajones amantes del beef steak semicrudo. La carne sangrante no es del gusto popular
argentino y suele ser tolerada o preferida, en todo caso, por paladares urbanos
de gusto ecléctico, pero en relación al cerdo, no sólo los paisanos sino un
grupo mayor, que incluye gente de hábitos urbanos, exige también la cocción
lenta, pues es opinión generalizada que eso lo hace menos indigesto.
(Sagarzazu, op.cit.)
Lo que ha
mantenido el rechazo fue la tradición, transmitida de generación en generación,
recordando a moriscos y descendientes la necesidad de abstenerse de consumir
cerdo. La falta del marco étnico, confesional, tornó impreciso el motivo por el
cual debían abstenerse, pero la fidelidad a la costumbre encontraría un nuevo
conducto para trasmitir lo esencial, consagrando al cerdo como “peligroso”, en palabras de Miguel
Mendoza; “carne brava” la llamo Ramón
F. (criollos encuestados por la
investigadora), y otras maneras de expresar la aprensión que pusiera
distancia con lo “haram” (prohibido) encarnado por el cerdo según
la creencia musulmana. Pero como estamos frente a paisanos que no han oído
hablar del Islam ni de animal prohibido y para quienes las carnes hasta ahora
han sido parte importante en su dieta, hubieran consumido cerdo de no
considerarlo “carne mala”, “peligrosa”,
“brava”. La función de estas connotaciones es activar el rechazo, y en tal
sentido son vestigios de la conciencia muslímica aunque para ellos nunca
tuvieron entidad los motivos por la que sus antepasados se abstuvieron de comer
carne de cerdo. Las connotaciones negativas simplemente mantienen vigente el
tabú, haciendo que no puedan considerar al cerdo como a los demás animales.
Como también ignoran su propia vinculación con el universo cultural que
confeccionó la pauta, toda esa tradición anti-porcina constituye un enigma;
ellos mismos no saben por qué “aunque a veces en el campo venden esa carne más
barata, prefieren evitarla. (Sagarzazu, op.cit.)
Se advierte
aún mejor lo que encierra de “prohibido”
este asunto, a través de un dicho vulgar que compara las relaciones
homosexuales con comer cerdo. Ante la acusación de homosexualidad, en
Corrientes se responde “yo no como
chancho”, es decir, estoy libre de esa acusación. Ahora bien, las
acusaciones apuntan o suponen, en el terreno jurídico, una trasgresión,
mientras en lo religioso, la trasgresión se acerca, o es, pecado. En el dicho
anterior, la figura del cerdo representa tanto al pecado como al delito; el
carácter jurídico se solapa al religioso, como es propio en la concepción
islámica de la ley. (Sagarzazu, op.cit.)
También de
procedencia morisca el gusto arraigado en nuestra cultura por ciertas frutas (higo, melón, etc.) y dulces (alfeñique, alfajores con dulce de leche, el
arrope, etc., creados por ellos). También los buñuelos, pastelitos y empanadas,
todo de creación morisca. Sobre el dulce de leche algunos investigadores han
visto su origen es el arrope, del ár.
ar-rub, que expresa la idea de jugo
de fruta cocido. Sagarzazu nos dice que es una versión derivada del arrope
hispanoárabe utilizado por los moriscos, entre otras cosas para pegar la tapita
de los alfajores. El dulce de leche es el postre identificatorio de la
argentina, aunque no haya nacido aquí ni
en Chile, México o los demás países que reclaman ser su cuna porque también se
ha consumido desde tiempos coloniales con diferentes denominaciones. El hilo
civilizatorio que va desde el alfajor al dulce de leche se torna visible al
examinar que la receta de la leche ha reemplazado al jugo de frutas, por lo que
en realidad nace por una analogía con los arropes. La preparación del arrope,
que era conocida por los andaluces ya en el siglo XI y figura entre las
preferencias moriscas, involucra un proceso de cocciones y descansos hasta
lograr la reducción del líquido a un
cuarto, como expresa la raíz árabe rub,
del mismo origen que cuatro. Entre el mundo árabe y los argentinos circula una
corriente de simpatía hacia las cosas dulces de la que no tomamos conciencia
hasta que paladeamos atentamente postres de otras regiones del mundo y notamos
que nuestro tenor de azúcar es elevado en comparación al de otros países. Los
árabes hicieron uso generoso del azúcar porque conocieron la técnica del
cultivo de la caña desde tiempos tempranos introduciéndola en España.
El rechazo de
la mayoría de los españoles hacia la minoría hispanomusulmana ha sido expresado
a veces de manera vociferante y a veces sutil, como podría ser en el caso del
azúcar, que por ser “cosas de moros”
gozaba de menos prestigio que el alcanzado en la gastronomía hispanoamericana
en general. La fobia a los moriscos fue tan pronunciada entre algunos españoles
que hasta cuando comían eran objeto de escarnio. Un campeón del fanatismo,
Pedro Aznar Cardona, en su obra “Expulsión
de los moriscos de España” del año 1612, escribe: “Los moriscos comen cosas viles”, y en la lista de ellas anota: “albóndigas, pasas, higos, miel, arrope,
melones, pepinos, duraznos.” (Cf. M. E. Zagarzazu en “La conquista furtiva”, 2001).
*El Legado Morisco en la
Música Tradicional Argentina
El gaucho, el
hombre de la extensión infinita que se conoce como pampa, fue en sus orígenes
un hijo libre de la llanura que a caballo recorría las distancias sin más
horizonte que el de su dichosa libertad. Se había forjado fama de cantor
errante pues poseía la virtud innata del alma musical, heredada de sus
antepasados peninsulares. La guitarra, símbolo visible de aquella valiosa
herencia, era, junto a su caballo, las prendas infaltables que reunía como
única riqueza con la que cubrir su necesidad. Y con eso le bastaba. Se dedicó a
la caza del ganado cimarrón, fue arriero, baquiano, y más tarde, con la llegada
del alambrado limitador, fue peón de hacienda, domador, esquilero, y demás
faenas del campo. Y lo más importante, aquello que definió un tipo cultural que
arraigó y sirvió de instrumento para la obra cumbre de nuestra literatura
proverbial representada por el Martín Fierro: fue payador, costumbre también de herencia peninsular que aquí halló un
nuevo color, original y distintivo, signo indudable de identidad y tradición.
Cuando se
indaga sobre el origen de la payada y
el payador, nuestros tradicionalistas
en primera instancia suelen aludir como antecedente a los trovadores
provenzales, juglares medievales que llevaban una vida ambulante y recitaban
versos improvisados de diversa índole, tratando desde temas de amor hasta
diatribas políticas. Sin embargo, luego de algunas pesquisas que hemos llevado
a cabo encontramos que su procedencia, si bien relacionada con los trovadores
provenzales, data de un origen algo diferente y que nos remite directamente a
la España musulmana.
A pesar de la
capitulación islámica en 1492, los musulmanes ya se habían encargado de
transmitir pautas culturales que encontraron arraigo en los no-musulmanes,
quienes las asimilaron a su acervo y las hicieron propias. Por ejemplo, el
poeta estadounidense Ezra Pound, en su Canto VIII, en referencia a la canción
de un trovador, nos dice que Guillermo de Poitiers (noble francés, noveno duque de Aquitania, séptimo conde de Poitiers y
primero de los trovadores en lengua provenzal del que se tiene noticia,
1071-1126) “había traído la canción de España, con sus cantantes y sus
velos...”, estableciendo un origen moro para la poesía lírica medieval
popularizada por los trovadores. El erudito Evariste Lévi-Provençal
(1894-1956), en sus estudios ha encontrado cuatro versos arabo-hispanos
completos recopilados en un manuscrito del mismo Guillermo de Aquitania. Según
fuentes históricas, el padre de Guillermo había hecho llevar a Poitiers
centenares de prisioneros musulmanes luego de los combates por la “reconquista”
católica de España. Guillermo, impulsor de la tradición trovadoresca, habría
heredado su sensibilidad, e incluso su temática, de la poesía andalusí. Esta
hipótesis fue apoyada a comienzos del siglo XX por Ramón Menéndez Pidal, aunque
su origen se remonta al Cinquecento (periodo
artístico del Renacimiento europeo correspondiente al siglo XVI) de parte
de Giammaria Barbieri (filólogo italiano
muerto en 1575) y luego por Juan Andrés y Morell (1740-1817, sacerdote jesuita, humanista cristiano y crítico literario
español de la Ilustración). Meg Bogin, traductor al inglés del Trobairitz (trova occitana de los siglos XII y XIII),
también apoya esta hipótesis. Otra de las influencias recibidas por los
trovadores desde los hispanomusulnanes fue la introducción en Francia desde el
siglo XI, y luego al resto de Europa, de un gran número de instrumentos musicales,
por ejemplo: las palabras laúd, rabel,
guitarra y órgano, derivan de los
originales árabes ‘oud, rabab, qitara
y urghun. Así también una teoría
propuesta por Meninski en su Thesaurus
Linguarum Orientalum (1680) y luego por Alexandre de Laborde en su Essai sur la Musique Ancienne et Moderne (1780),
sugiere que los orígenes de las notas del solfeo también provienen de una raíz
árabe. Esta teoría sostiene que las sílabas del solfeo (do, re, mi, fa, sol, la, si) habrían derivado de las sílabas del sistema
árabe de solmización llamado ‘Durr-i Mufassal’ (Perlas separadas): dal, ra,
mim, fa, sad, lam, shim.
De igual modo
consideramos que si bien la payada encuentra un antecedente en los cantos de
los trovadores provenzales, quienes a su vez lo recibieron de los cantores
poetas andaluces, ésta se encuentra íntimamente relacionada en su forma y
estilo con el repentismo y el trovo de la cultura hispanomusulmana.
El repentismo es un canto de improvisación
que toma el tenor de ‘discusión dialéctica’
entre dos trovadores y que responde a un patrón determinado que ha estado
presente en un gran número de culturas, sobre todo en la historia del
Mediterráneo Musulmán.
En el ámbito
árabe-musulmán, la improvisación es un arte arraigado desde el siglo VIII. La
costumbre de improvisar ‘sobre pie
forzado’ aparece en multitud de textos de la cultura islámica (p.ej. Las Mil y Una Noches), generándose
incluso todo un sistema de juegos poéticos basados en la repentización, como
señala Bencheikh en Poetíque arabe,
Ed. Gallimard, París 1989, pg. 73. El ‘pie
forzado’ es un verso octosílabo que se impone a un poeta-cantor
improvisador para que construya un poema improvisado cuyo último verso debe ser
obligatoriamente el forzado[2].
El Arte de la poesía improvisada, en forma de duelo entre dos poetas, está
suficientemente acreditada en Al-Ándalus (Cf.
Del Campo Tejedor, Alberto: ‘Trovadores de repente’, Centro de Cultura
Tradicional Ángel Carril, Salamanca, 2006).
Del Repentismo surge el Trovo, forma musical tradicional de la comarca de La Alpujarra,
región histórica de Andalucía que comprende Granada y Almería, así como de
otras zonas del sureste español, y que consiste en la improvisación de ‘poesía dialogada’ sobre una base
musical folclórica. A partir de 1492, y especialmente tras la rebelión de los
moriscos liderados por Muhammad ibn Umayya (en 1568-1570), la Alpujarra sufre
un proceso de feroz despoblación a manos de la inquisición católica. En este
largo período de casi un siglo, los moriscos alpujerraños mantuvieron sus
tradiciones músico-poéticas y sus bailes (como
la zambra).
La forma de
expresión poética, los estilos de canto y acompañamiento que caracterizan a una
gran parte de la poesía oral improvisada de la actualidad, con los estilos
musicales propios derivados de la cultura hispano-árabe, existiendo similitudes
indisimulables y pruebas de raíces comunes, sean españoles o hispanoamericanos,
encontrará una forma de canto recitativo y acompasado, un tipo de
acompañamiento musical cordófono (de
cuerdas) y una forma de alternancia entre texto y música que responde a los
mismos esquemas de expresión y representación propias de los recitados poéticos
de la cultura musical islámica. He aquí los antecedentes de nuestra ‘Payada’.
El escritor y escribano Emilio Pedro
Corbiére (1886-1946) nos dice: “Este gusto a payador o cantor, creación árabe,
que es la primitiva sangre de los andaluces, vino importado con los
conquistadores a América, y de aquéllos se han copiado muchos de sus objetos de
uso, como los frenos y las riendas de cuero trenzado. Es árabe el estilo de sus
canciones pesadas, monótonas, quejumbrosas como lamentos, siempre en el mismo
tono, y que los nativos denominaron ‘tristes’”
('El Gaucho. Desde su origen hasta nuestros
días', Editorial Renacimiento, Sevilla, 1998, pág. 206)
En este
contexto, son altamente significativas las declaraciones del cantautor uruguayo
Alfredo Zitarrosa (1903-1969): “La milonga es rioplatense... Se trata de un
ritmo que recibe influencias afro y, por cierto, también proviene, como una
buena parte del folclore nuestro, del folclore del sur de Andalucía, del sur de
España, del folclore andaluz”. (Entrevista
que se le realizó en España por el periodista José Luis Izaguirre, para Radio Peninsular
en diciembre de 1976).
Explicando el
génesis del alma musical payadora, en El
Payador Leopoldo Lugones dice: “Precisamente los trovadores del desierto
habían sido los primeros agentes de la cultura islámica, constituyendo en sus
justas en verso, la reunión inicial de las tribus que Mahoma, un poeta del
mismo género, confederó después. Así se explica que para muchos gauchos, en
quienes la sangre arábiga del español predominó, como he dicho, por hallarse en
condiciones tan parecidas a las del medio ancestral tuviera el género tanta
importancia”.
Acerca del
numen artístico del gaucho, el sociólogo y jurista argentino Carlos Octavio
Bunge (1875-1918) dice:
“Poseía un
espíritu contemplativo y religioso. Falto de escuelas, su filosofía era simple
ciencia de la vida formulada en abundantes sentencias y refranes.
Trovador de
abolengo, habíase traído de Andalucía la guitarra, confidente de sus amores y
estímulo de sus donaires. Sentado sobre un cráneo de potro o de vaca, bajo el
alero del rancho o bien sobre las salientes raíces de un ombú, tañía las
armónicas cuerdas para acompañar sus canciones dolientes o chispeantes, a cuyo
ritmo bailaban los jóvenes. De este modo se unían en una sola manifestación,
como en las culturas primitivas, las tres artes: danza, música y poesía. En la
danza alternaban movimientos graciosos, casi solemnes, y alegres zapateos. En
la música -cielitos, vidalitas, tristes, a veces no sin marcado sabor morisco-, recordaba las melodías
populares de la bendita tierra de los claveles y las castañuelas. (...)
Era fértil en
imágenes como los poetas orientales; casi no se expresaba más que con metáforas
y en estilo figurado. Fácil lirismo tenía en el fondo del alma y el
chascarrillo a flor de piel. Prolongaba inmensamente notas trémulas, vibrantes,
cálidas, que se dirían nacidas, más que humano pecho, de las entrañas mismas de
la Pampa, como por evocación divina.” (Fragmentos
del discurso pronunciado en la Academia de Filosofía y Letras, 1913)
Si bien la payada hoy en día en nuestro
territorio -y hace ya un siglo- se desarrolla sobre ritmo de milonga, es sabido que originalmente los
gauchos improvisaban sobre ritmo de cifra.
Uno de los grandes intérpretes de música surera -la música de tradición campera
que mejor ha sabido mantener el color de la estirpe gaucha-, don Argentino
Luna, en una entrevista realizada por el músico Chango Spasiuk para el Canal
Encuentro, decía que la cifra tenía un claro origen en el flamenco andalusí. Ahora bien, el escritor andalucista Blas Infante
(1885-1936) sostiene que el término ‘flamenco’
proviene de la expresión árabe ‘fellah
min ghair ard’, que significa ‘campesino
sin tierra’. Asimismo dice que muchos moriscos se integraron en las
comunidades gitanas y supone que desde ese caldo de cultivo surgió el cante flamenco, como manifestación del
dolor que ese pueblo sentía por la aniquilación de su cultura (cf. Orígenes de lo flamenco y secreto del
cante jondo, 1929-1931). En su obra El
Ideal andaluz escribe: “(...) estos moriscos, estos andaluces fieramente
perseguidos, refugiados en las cuevas, lanzados por su sociedad española,
encuentran en el territorio andaluz un medio de legalizar, por decirlo así, su
existencia, evitando la muerte o la expulsión. Unas bandas errantes,
perseguidas con saña, pero sobre las cuales no pesa el anatema de la expulsión
y la muerte, vagan ahora de lugar en lugar y constituyen comunidades
organizadas por caudillos, y abiertas a todo peregrino (...) Basta cumplir un
rito de iniciación para ingresar en ellos. Son los gitanos (...) Hubo, pues, (el morisco) de acogerse a ellos. A
bandadas ingresaban aquellos andaluces, los últimos descendientes de los
hombres venidos de las culturas más bellas del mundo, ahora labradores huidos.
¿Comprendéis ahora por qué los gitanos de Andalucía constituyen, en decir de
los escritores, el pueblo gitano más numeroso de la tierra? ¿Comprendéis por
qué el nombre flamenco no se ha usado
en la literatura española hasta el siglo XIX, y por qué existiendo no trascendió
el uso general? Un nominador arábigo tenía que ser perseguido al llegar a
denunciar al grupo de hombres, heterodoxos a la ley del estado, que con ese
nombre se amparaban. Comienza entonces la elaboración del flamenco por los
andaluces desterrados o huidos en los montes de África y España” (págs.
107-108). El Padre García Barroso también considera que el origen de la palabra
flamenco puede estar en la expresión
árabe usada en Marruecos ‘fellahmengu’, que significa ‘os cantos de los campesinos’ (cf.
La música hispanomusulmana en Marruecos, Larache, 1941). Asimismo, Luis
Antonio de Vega aporta las expresiones ‘felahikum’
y ‘felahenkum’, con en el mismo
significado (cf. El origen del flamenco.
El baile de los pájaros que se acompañan en sus trinos).
También el historiador Félix Luna, en la
introducción a su libro sobre don Atahualpa Yupanqui, haciendo una breve reseña
del folklore argentino apunta que los estilos musicales de la vidala y la baguala norteñas guardan una similitud con el cante jondo, estilo antiguo del folklore andaluz.
Ventura
Lynch, en el libro ya citado, escribe acerca de la música de los gauchos
primitivos: “La música era la música de nuestros días, corrupción entonces de aires andaluces, que hoy está sumamente
adulterada. Cantaban la cifra, el cielo, el fandango y el fandanguillo,
composiciones todas más parecidas a la jota,
el bolero y otras muy vulgarizadas
entonces y hoy en la Andalucía”.
En el ámbito
de nuestra música folklórica también se debe a los moriscos andaluces el origen
de la zamba y la cueca, que derivan de la zamacueca,
ésta de la sevillana española, ésta a su vez de una música antiquísima de los
moros.
Diversos musicólogos coinciden en que la cueca y la zamba,
danzas tradicionales de la Argentina y Chile, proceden de un antiguo estilo
musical llamado zamacueca. Ahora bien, el profesor del Centro de Estudios
Árabes de la Universidad de Chile, Eugenio Chahuán, en su artículo Presencia Árabe en Chile, nos comenta lo
siguiente: “Una curiosa ‘jarcha’ (breve
composición lírica) de la última estrofa de una muwashshaha (moaxaja) del
cancionero árabe popular del siglo IX, que se encuentra en la compilación y
restauración realizada por el profesor Sayed Ghazi, en su obra Diván de Muwashshahas Andaluzas, nos
presenta el cuadro plástico coreográfico del hombre y la mujer en la cueca...
La importancia de esta jarcha árabe consiste en ser parte de un conjunto de
cantos y bailes populares, lo que nos haría suponer el origen árabe-andaluz de
la cueca. Al respecto cabe señalar que la etimología de la palabra cueca nos indicaría la posibilidad de un
origen árabe de este baile: cueca, zamacueca y su viable conexión con el
término árabe samakuk que origina el
español zamacuco: malicioso,
embriaguez, hombre torpe y rudo, nombre derivado del verbo árabe Kauka, que señala la acción seductora
que realiza el gallo para conquistar a la gallina, que, coincidentemente,
conllevaría el simbolismo de la cueca (y
derivados como la zamba y la chacarera -cf. los zapateos y los zarandeos de
polleras netamente andaluces)” (Revista
Chilena de Humanidades, N 1, 1983). El profesor Ricardo Elía apunta que ‘zamacuco también es una persona solapada,
que calla y hace su voluntad, características de los perseguidos y
clandestinos, como los moriscos y los gauchos’. Siguiendo esta misma línea,
el musicólogo chileno Samuel Claro Vilches publicó un trabajo erudito titulado Cueca chilena, cueca tradicional (Universidad Católica de Chile, 1986),
donde confirma el origen árabe de la cueca y compara su métrica con la de la muwashshaha andalusí.
José Luis
Claros López, integrante de la Fraternidad ‘La
Chacarerata’ del Gran Chaco nos informa que la chacarera, cuyo nombre proviene del vocablo “chacarero” (trabajador de chacra o granja, chakra: maizal en quechua santiagueño), porque generalmente se
bailaba en el campo, recorre las rutas de la leyenda desde sus orígenes bajo la
luna de Marruecos, saltando el estrecho de Gibraltar para heredar desde el Al
Andaluz a la futuras colonias Españolas. Renaciendo entre el mito en nuestra
América del Sur, luego el ritmo se transforma en canciones que comienzan a ser
la identidad, de los pueblos, barriadas y rancheríos de esta gran geografía
Chaqueña ya que encontró su alma en lo criollo, como la utopía y el amor
encuentran su voz y un lugar en sus coreografías y letras. Los diversos ritmos
y melodías surgidos de la escuela andalusí forjada por Ziriab (789-857, poeta y música iraquí de ascendencia africana, encargado de llevar sus
teorías musicales al emirato andaluz), como las zambras, pasarían a América con los moriscos y se transformarían en
danzas como la zamba, el gato, el escondido, el pericón, la
milonga y la chacarera, la cueca y la tonada, las llaneras, el jarabe o la guajira y el danzón. Es así que la Chacarera pertenece al folklore vivo, pues
aún se baila al natural en los ambientes populares.
La chamarrita, estilo musical folclórico
emparentado con la milonga particularmente popularizado en las provincias de
Entre Ríos y Corrientes en Argentina, así como en Uruguay y en Río Grande del
Sur en Brasil, pertenece al legado islámico llegado con los inmigrantes maragatos. El musicólogo brasileño
Renato Almeida considera que es original de las Islas Azores, donde conserva el
nombre de Chamarrita. Luego sería
introducida al Brasil por inmigrantes maragatos de estas islas y de allí
pasaría al litoral argentino y al Uruguay.
Breve Nota acerca de los
Maragatos
A sesenta
kilómetros al sur de Asyut, en Egipto, a mitad de camino entre las localidades
de Tahta y Suhaj, se encuentra la población de al-Maraghat (en árabe: caverna,
gruta). A principios del siglo VIII, un grupo de ciudadanos maragatos se
sumaron al contingente de 18 mil hombres que Musa Ibn Nusair (640-714),
gobernador del califato Omeya en el Norte de África, llevó a la Península
Ibérica hacia 712 para consolidar las posiciones que su lugarteniente bereber
Tariq Ibn Ziyad había conseguido el año anterior (de aquí que el antropólogo
español Dr. Aragón y Escacena, en su obra Estudio
antropológico del pueblo maragato -Madrid, 1902-, considere a los maragatos
descendientes de una inmigración berberisca).
Desde un
principio los maragatos se asentaron en la provincia ibérica de León, en un
área montañosa que sería llamada La Maragatería, situada en la zona central de
la provincia hacia el suroeste de la ciudad de León. Hacia fines del siglo XVII
y comienzos del XVIII, llegan al Río de la Plata numerosas familias de
maragatos de León procedentes del puerto de La Coruña, y otras tantas
procedentes de las Azores. Los maragatos
serán los pobladores pioneros de los Establecimientos Patagónicos, fundando las
poblaciones argentinas de Carmen de Patagones (la ciudad más austral de Buenos Aires), Mercedes de Patagones (actual Viedma), San Julian y Puerto
Deseado. De ésta última población, otros grupos de maragatos se dirigieron
hacia la Banda Oriental, fundando allí la ciudad de San José de Mayo, en el
actual territorio de Uruguay. Por esta razón es que los actuales pobladores de
San José de Mayo y su entorno, así como los de Carmen de Patagones, suelen
recibir el gentilicio de ‘maragatos’,
aún cuando tengan otros orígenes. Ya a fines del siglo XVIII serán
identificados con los gauchos de la región. El tradicionalista y estanciero
bonaerense Ronaldo Urruti, investigador de los orígenes andalusíes del gaucho
rioplatense, aporta un dato no menor: los maragatos serán los encargados de
imponer algunas pilchas gauchas como el calzoncillo
cribado (con flecos).
Durante todo
el siglo XIX, los maragatos tendrán un rol activo en la política de la región
del sur de Brasil.
Río Grande
del Sur es uno de los 26 estados que junto al distrito federal componen Brasil.
Es, además, el estado más meridional del país localizándose en la Región Sur de
Brasil. El actual territorio de Río Grande del Sur, en tiempos de la colonia,
se hallaba comprendido dentro del Virreinato del Río de la Plata, constituyendo
el centro y centro-norte de la gran Banda Oriental de las primeras épocas
coloniales.
Entre el 20 de septiembre de 1835 y el 1 de
marzo de 1845, movilizados por las ansias de libertad e independencia, los
maragatos forman parte de las fuerzas gauchas riograndenses en la llamada ‘Guerra de los Farrapos’, cuyo desenlace
fue la proclama como país independiente del Río Grande del Sur. También
tuvieron una notable participación en la Revolución Federalista, llamada
justamente ‘Revolución de los Maragatos’,
que estalló en Río Grande del Sur en febrero de 1893 contra los recién
proclamados Estados Unidos del Brasil que, con el cambio de nombre, fueron la
continuación del Imperio del Brasil. La Revolución Federalista contó con la
participación de miles de gauchos montoneros brasileños, argentinos y
uruguayos. La inestabilidad política llevó a los federalistas a intentar
derrocar a las fuerzas leales del presidente estatal Júlio Prates de Castilhos
(cuyos seguidores eran llamados ‘picapaus’
o ‘chimangos’), esperando conseguirse nuevamente la autonomía riograndense
y la descentralización del estado naciente. Los líderes militares de la
Revolución fueron los caudillos nacionalistas Gumersindo Saravia (1852-1894) y
Aparicio Saravia (1855-1904).
En su Vida de Aparicio
Saravia. El gaucho de la libertad, el historiador revisionista argentino
Manuel Gálvez nos aporta el siguiente dato esclarecedor: “Popularmente, cada
bando ha puesto a su contrario un mote: para los federalistas o
revolucionarios, los partidarios del gobierno son los ‘picapaos’, nombre de un pájaro, y les llaman así porque, como el
picapote o carpintero, en el árbol, ellos están siempre ‘picando’ al pueblo con
impuestos y exacciones; y para ellos los federalistas son los ‘maragatos’. ¿Dícenles así por haber
entre ellos algunos uruguayos de San José, llamados 'maragatos'? En España se da ese nombre a los habitantes de las
Hurdes (comarca que se extiende a través
de las provincias españolas de Cáceres y Salamanca), a quienes se les cree
descendientes puros de los moriscos y
muy peleadores” (pág. 62).
Así es que
aún en nuestros días, Río Grande del Sur, en Brasil, mantiene una cultura
gauchesca prominente. “La singular
cultura gauchesca es el sello de Río Grande del Sur, donde los vaqueros de piel
tostada rondan las pampas sureñas con su inconfundible sombrero plano y
barbijo, pantalones amplios, pañuelo rojo al cuello y botas de cuero”,
señala la guía turística Insight Guides-Brazil.
*Juegos y Destrezas
Ecuestres de Origen Morisco
Entre las
cosas que constituyen el legado andalusí en nuestra tradición gaucha
encontramos juegos y destrezas ecuestres que demuestran una relación directa
entre el colectivo marginado de ascendiente moro y la cultura criolla
argentina.
Juego de cañas
El Juego de
cañas, es un juego de origen militar árabe, muy celebrado en España del siglo
XVI al XVIII, en muchas de sus Plazas Mayores. Consistía en hileras de hombres
montados a caballo tirándose cañas a modo de lanzas o dardos y parándolas con
el escudo, Se hacían cargas de combate, escapando haciendo círculos o
semicírculos en grupos de hileras.
En Argentina
es uno de los juegos gauchos más antiguos, de origen hispanoárabe. Consiste en
que los jinetes deben imaginar cargas de combate y por ende, escapar, hacer
círculos, semicírculos, ya sea en grupos o en hileras. Se inicia cuando el
primer jugador pasa frente al bando contrario, de donde sale un adversario en
su persecución y bolea simbólicamente a su caballo (con boleadoras hechas de material inofensivo); el boleado debe
entrar al bando opuesto y permanecer allí. Un tercero sale entonces en
persecución del que arrojó las bolas y a su vez le bolea su caballo, debiendo
éste ingresar al grupo enemigo. El juego termina cuando los hombres de un bando
están en el de los contrarios y éstos se mantienen en el propio.
El Pato
El pato es un
deporte ecuestre originario de Argentina, el mismo nació de la mano de los
gauchos que practicaban este deporte en sus estancias.
Desde la
época de la colonia, y durante todo el siglo XIX, el pato era el deporte más
popular para los hombres a caballo y los del campo en Buenos Aires. Utilizaban
un pato vivo dentro de una bolsa de cuero con cuatro manijas, y se trataba de
un juego muy brusco y fuerte que daba lugar a encuentros sangrientos y
peligrosos.
Fue declarado
oficialmente juego nacional de dicho país en 1953 por el presidente Juan
Domingo Perón.
Ya en el
siglo XVI se realizaban contiendas o “corridas”
donde dos equipos de jinetes intentaban hacerse con un pato vivo (de ahí el
nombre del juego). El mismo fue inventado por los gauchos que habitaban la
pampa, existiendo testimonios que dan cuenta de su existencia ya en 1610. En
sus inicios se lo practicaba con un pato muerto, o a veces vivo, colocado
dentro de una bolsa, de donde procede su nombre.
Las crónicas
mencionan partidos con hasta 200 participantes, disputados de estancia a
estancia. El animal usado para el juego solía ser entregado por un pulpero, a
veces envuelto en una canasta o dentro de una bolsa de cuero con asas.
Encontramos
notables semejanzas entre el Pato y
el Buzkashí afgano.
El buzkashi es una actividad ecuestre
practicada en Afganistán, donde está considerada deporte nacional. A pesar de
que se practica en Afganistán, se originó probablemente en Uzbekistán.
Consiste en
dos equipos de chapandoz, o jinetes,
en un campo de aproximadamente dos kilómetros de longitud. Los jugadores de
cada equipo no se diferencian en el color de su camiseta, sino que parecen
conocerse. El objetivo del juego es conducir el boz, que es una cabra sin cabeza y sin extremidades, desde un
extremo del campo al otro. Los integrantes de ambos equipos pugnan para
llevarse el cuerpo de la cabra al centro del terreno de juego.
Corrida de la Sortija
Todo
indicaría que dicho juego llegó a estas latitudes con la conquista, y con el
paso del tiempo sacó carta de criolla ciudadanía, haciéndose infaltable en los
festejos de las fiestas patrias y las fiestas patronales de cada pueblo. Y así
se transmitió en el tiempo hasta bien entrado el siglo 20, a tal punto, que el
meticuloso y muy bien informado D. Justo P. Sáenz (h), a principio de los años
40 aseveraba: “La Corrida de Sortija,
único juego de a caballo que (con las carreras de velocidad) ha perdurado sin
modificaciones hasta nuestros días”, claro que ahora, a más de setenta años
de lo dicho, no podemos sostenerlo con tal firmeza, porque aunque el juego
perduró con muchos adeptos, ha variado usos (cosas de las ‘innovaciones’, que
le dicen).
Insistiendo
sobre el origen y su persistencia en nuestra vida rural y costumbres
tradicionales (Sáenz cita que se las menciona en escritos de 1657, o sea, ¡hace
casi 360 años!), podemos remitirnos a Guillermo A. Terrera, quien no duda en
informar que tal justa fue “...Traída a
tierras americanas por los españoles, estos a su vez la recibieron de los
conquistadores moros, pues la sortija era un juego muy popular entre las tribus
moras del norte de África.”
¿En qué
consiste el juego? En un arco de 2 a 3 metros de altura cuelga una sortija o
argolla: el jinete debe embocar un palillo o puntero, que lleva en su mano,
dentro de la sortija arrancando su carrera desde una distancia de
aproximadamente 100 metros, parándose sobre los estribos y con el brazo en
alto. En ocasiones se acostumbra que el gaucho que tome la sortija se la dé a
la mujer de su preferencia.
*Los aportes de Lugones
y Sarmiento.
Ya hemos
tenido ocasión de citar a dos autores clásicos argentinos los cuales
consideramos como precursores en el develamiento del elemento morisco en
nuestra tradición gaucha; ellos son: Leopoldo Lugones, en su obra El Payador, y Domingo Faustino Sarmiento
en los libros Facundo, Recuerdos de
Provincia y Viajes por Europa, África
y América. A continuación compartiremos algunas apreciaciones más de estos
autores.
Montar a la Jineta, Zenetes y Montoneras Gauchas.
Lugones,
reivindicando la estirpe gaucha y refiriéndose al legado morisco plasmado en el
criollo de nuestro suelo, describe en El
Payador la siguiente característica como notable heredad: “...es sabido que
el arte de cabalgar y de pelear a la jineta,
así como sus arreos, fue introducido en España por los moros, cuyos zenetes o caballeros de la tribu
berberisca de Banu Marin, diéronle su nombre específico. Así, jinete, pronunciación castellana de ‘zenete’, fue por antonomasia el individuo
diestro en el cabalgar”.
La jineta consistía en una técnica de
equitación basada en la velocidad y la agilidad. Los caballos tenían que ser
ligeros, briosos y revueltos. El método o sistema de monta a la jineta tenía y
tiene una característica muy especial, consistente en hacer correr, parar y
girar el caballo bruscamente pero en sujeción a determinados principios. El
caballo tenía que revolverse y marchar de un lado a otro, incluso hacia atrás,
con gran agilidad y presteza, y todo ello mediante la ayuda de los pies,
piernas y rodillas, así como de la mano izquierda del jinete. Por esto es que
este tipo de monta se caracteriza por llevar el caballo con una sola mano en
monturas con grandes arzones que permitiesen sujetar bien al jinete ante los
movimientos bruscos del caballo y estribos cortos para que el jinete llevase
con sus piernas al caballo pudiendo usar las manos para la lanza y algún otro
instrumento de ataque. En el combate a la jineta, los jinetes atacaban a galope
tendido, en pequeños grupos o en solitario, hacían todo el daño posible y
repentinamente volvían grupas y huían para volver a atacar en el momento más
imprevisto.
Los bereberes
zenetes introdujeron la monta y el
guerrear a la jineta desde el Norte de África en el territorio de al-Ándalus,
forjando una auténtica “cultura del
caballo” y convirtiéndose en la forma principal de cabalgar para los
musulmanes peninsulares. La jineta
llegará a América con los soldados rasos morisco-andaluces (Garcilaso de la
Vega cuenta que su país, el Perú, “se
ganó a la jineta”) y sus
herederos criollos la harán propia, plasmando este estilo particular de combate
sobre todo mediante la guerra de guerrillas llevada a cabo por las montoneras
gauchas. Por ejemplo, las crónicas históricas de Mendoza cuentan que la ciudad
era fundada el 2 de marzo de 1571 por don Pedro del Castillo procedente desde
Chile, y sus fuerzas trajeron las primeras ‘monturas
de la jineta’, de arzones altos y diseño moruno. Este tipo de silla se difundió en toda la región cuyana:
silla, montura, casco, avío. Por su parte, el tradicionalista santafecino
Bernardo Alemán, en su libro Camperadas,
deja ampliamente documentado el uso de la monta a la jineta y de los aperos de
origen morisco en los primitivos gauchos de Santa Fe. Así también el escritor
ecuatoriano Fabián Corral, estudiando a los chagras,
campesinos de los Andes del Ecuador, remitiéndose a la influencia morisca en
Sudamérica escribe lo siguiente: “Los estilos de montar se fundieron, pero
predominaron, en buena parte, las prácticas de la jineta: gauchos, charros, chagras y llaneros siguen, como los
moros, llevando las riendas en la izquierda y manejando el caballo con las
piernas”.
Ahora bien,
¿de dónde proviene la monta a la jineta?
La jineta
surge en el Magreb africano (Norte de África) y llega al califato de Córdoba
(Península Ibérica) en el siglo X, con la incorporación de tropas bereberes en
el ejército califal que inició el sultán Al-Hakam II (961-976) e impulsó su
visir Al-Mansur, quien eliminó el sistema de reclutamiento nacional y lo
sustituyó por la incorporación masiva de mercenarios africanos; si bien los
involucrados en la conquista musulmana de la Península Ibérica fueron guerreros
de origen bereber que masivamente poblaron las zonas conquistadas, los califas
anteriores a Al-Hakam, de origen árabe, se habían mostrado reticentes ante la
incorporación de tropas africanas en el ejército. Sin embargo, el polígrafo Ibn
Hayyan, en su Muqtabis, escribe sobre
Al-Hakam: “Llegó a asomarse...para contemplar a los jinetes bereberes, cuando
desarrollaban sus escaramuzas, y no les quitaba la vista, lleno de asombro. ‘Mirad
-decía a quienes le rodeaban- con qué naturalidad se tienen a caballo estas
gentes. Parece que es a ellos a quien alude el poeta cuando dice: Diríase que
nacieron debajo de ellos y que ellos nacieron sobre sus lomos. ¡Qué asombrosa
manera de manejarlos, como si los caballos comprendiesen sus palabras!’. Y los
que le oían se maravillaban de la rapidez con que había cambiado de opinión
respecto a los bereberes”. El ejército califal pasó a componerse
fundamentalmente de tropas bereberes de caballería, a las que se respetó su
organización interna y su equipo tradicional. A partir de entonces en Andalucía
se difunde la silla de montar africana, que tenía los arzones más elevados.
El nombre de ‘jineta’,
dado a este estilo ecuestre, procede de la tribu de los Zenetes, ya que el
primer escuadrón de caballería que cruzó el estrecho para incorporarse a las
tropas califales de Al-Hakam II fue el de los Banu Birzal, fracción de la tribu
de los Banu Dammar, del sur de Túnez, que pertenecían a la dinastía de los
Zenetes, si bien posteriormente acudirían numerosas tribus de Marruecos y
Argelia, como los Banu Marín, que utilizarían el mismo sistema de equitación.
Zenata o
Zeneta, Zanata o también Zenete e Iznaten, son las variaciones del nombre que
recibió un grupo de pueblos bereberes durante el período medieval, del cual
descienden varias etnias actuales. El historiador y viajero musulmán Ibn Jaldún
relata que fueron, junto con los Masmuda y los Sanhaya, una de las tres grandes
confederaciones bereberes musulmanas de la Edad Media. Añade que estas tribus,
que a la vez eran nómadas y sedentarias así como constructoras de ciudades, se
concentraron en el Magreb Medio (la
actual Argelia, donde D.F. Sarmiento en sus viajes encontrará los homólogos
musulmanes de nuestros gauchos). Ibn Jaldún remontó el linaje mítico de los
Zenetes hasta Mazigh y Cam, el hijo de Noé. Este pueblo encuentra su origen en
la lenta migración que tribus nómadas efectuaron desde el Cercano Oriente hacia
el Magreb africano para luego dirigirse al norte y alcanzar la Península
Ibérica. Los Luwata, tribu de la confederación de los Zenetes que tuvo en la
antigüedad un patriarca llamado Lerna, eran nombrados ‘Libus’ por los antiguos
egipcios y se los llama ‘Lubim’ en el libro bíblico del Génesis; estos Luwata
dieron por su parte el nombre a Libia (en la antigüedad clásica se denominó Libya a todo el actual continente
africano).
La mayoría de
los Zenetes derivan de tres grandes tribus bereberes: Maghraua, Deyrawa y Banu
Ifren. El mismo nombre de África parece provenir de la tribu Ifren establecida
antiguamente en el este del actual Magreb. El nombre procedería de la raíz
Ifru, con sus posibles variantes: Ifri, Afer, Afar, etc. Ifriqiya es el nombre que dieron los árabes a la región de los Banu
Ifren, que correspondía a la actual Tunicia.
Hacia el año
711, ya islamizados y aliados con los árabes, los bereberes marcharon sobre la
Península Ibérica, lo que hizo que numerosos Zenetes se establecieran en
Al-Ándalus, haciendo trascender allí algunos rasgos culturales como el ejemplo
ya citado de su destreza ecuestre de la que se deriva la palabra castellana
actual ‘jinete’ precisamente de ‘zenete’.
Los Banu
Marín fueron los miembros de una dinastía de origen bereber zenete que gobernó
la zona del actual Marruecos entre los años 1244 y 1465. También controlaron
brevemente algunas regiones de Andalucía y el Magreb, influyendo fuertemente en
el reino Nazarí de Granada, donde a partir de 1275 destacaron importantes
contingentes de tropas de caballería.
Aunque el
origen de la jineta es norafricano, no cabe duda de que fue en al-Ándalus donde
evolucionó y alcanzó su máxima expresión. La jineta es ante todo un sistema
para hacer la guerra a caballo (‘hacer
mal a caballo’, decían en el siglo XVI). El naturalista español Bernardo de
Vargas Machuca (1557-1622), en su libro Exercicios
de la Gineta (1619) dice: “Porque la invención de la gineta fue para la
guerra, y para ella se aplicó la lanza y adarga”, por lo que cabe suponer que
se forjaría en la frontera o frente de guerra entre musulmanes y cristianos, en
lo que los musulmanes llamaban ‘dar al-yihad’ (territorio de la guerra).
Ahora bien,
destacable es el hecho que refiere la
tradición en cuanto a que el primer gaucho de nuestras pampas fue un soldado
raso andalusí que hastiado por el maltrato del ejército realista del que
formaba parte y la miserable forma de vida a que lo sometían, trocó su morada
al precio de un caballo blanco y una guitarra con los que rumbeó hacia la pampa
distante. En 1586, Alejo Godoy da inicio a la historia gaucha que lucirá su
impronta bravía tanto en las guerras por la independencia como en los
conflictos sociales de mano del caudillismo y las montoneras.
Si bien es de
notar que la forma de andar a caballo típicamente gaucha reúne elementos del
montar a la jineta procedentes del Norte de África y del montar a la brida, que
tiene procedencia centroasiática, vemos en las montoneras un resultado cabal de
la monta y el combate a la jineta heredado por nuestros gauchos de sus
antepasados hispanomusulmanes.
En la
historia argentina se llamó ‘montoneras’
a las unidades militares gauchas de extracción rural, generalmente de
caballería, comandadas por los caudillos. Las montoneras eran unidades
relativamente inorgánicas que generalmente operaban en ámbitos rurales. Sus
tácticas de combate eran rudimentarias, pero se adaptaban a las condiciones
predominantes en el campo abierto. En efecto, las montoneras generalmente
debían recorrer grandes distancias sin población alguna entre pueblos y
ciudades, y combatir en lugares elegidos por características geográficas
naturales que favorecían sus movimientos. Las armas que utilizaban eran
combinaciones de lanzas con sables y boleadoras. El método utilizado por las
montoneras suele llamarse ‘guerra de
guerrillas’, táctica militar que consiste en hostigar al enemigo con
destacamentos irregulares y mediante ataques rápidos y sorpresivos aprovechando
también las irregularidades del terreno. Para esto se sirvió el gaucho, entre
otras cosas, de las sillas de montar de origen andalusí de arzones altos,
utilizadas, como apuntamos antes, en los combates a la jineta ya que lograban
estabilizar al jinete para que se sirviera de sus manos para empuñar las armas
de combate.
El gaucho fue
un elemento determinante en la constitución no sólo de la Argentina, sino de
toda la América del Sur en sus procesos libertarios y sociales, plasmando el
espíritu poderoso de aquel soldado raso andalusí, Alejo Godoy, y sus ansias
emancipadoras legadas desde un pasado inquisitorial y traducidas en movimientos
independentistas. Fue así que los gauchos desempeñaron un papel fundamental
durante la Guerra de la Independencia Argentina entre 1810 y 1825.
Surgida la
Primera Junta en Buenos Aires, fueron gauchos los que siguieron al caudillo
José Gervasio Artigas. Artigas formó un ejército popular de gauchos e indios,
derrotó a los realistas y puso sitio a la ciudad de Montevideo.
Los gauchos,
junto a los indígenas y otros campesinos, ayudaron a plasmar el primer gobierno
federal en la inmensa región del Río de la Plata, conformando la Unión de los
Pueblos Libres (o Liga Federal, confederación de provincias aliadas liderada
por Artigas, que sumió el título de protector de los pueblos libres,
constituida por las provincias de Córdoba, Corrientes, Entre Ríos, la Provincia
Oriental, Santa Fe y los pueblos de Misiones) dentro de las Provincias Unidas
del Río de la Plata.
Durante la
guerra de la independencia el gaucho también se integró al Ejército del Norte
enviado desde Buenos Aires hasta los confines del Alto Perú de lo que fuera el
Virreinato del Río de la Plata.
Especial
reconocimiento mereció la actuación de los gauchos jujeños del mayor general
Eustoquio Díaz Vélez. Durante la Segunda Campaña del Alto Perú, comandada por el
general Manuel Belgrano, Díaz Vélez creó, en el año 1812, un cuerpo de soldados
a caballo compuesto mayoritariamente por gauchos jujeños, puneños y tarijeños,
a los que denominó ‘Los Patriotas Decididos’, y que fueron la retaguardia que
contuvo permanentemente el avance de los realistas durante el Éxodo Jujeño.
Estos gauchos de Díaz Vélez participaron también en las victorias de la Batalla
de las Piedras y de Tucumán, esta última la más importante librada por la
Independencia Argentina.
Al ser derrotado
el Ejército del Norte, fue nombrado como nuevo comandante el general José de
San Martín, quien encomendó a Martín Miguel de Güemes la defensa de la frontera
norte, mientras él se dirigía a Mendoza a formar el Ejército de los Andes
(también constituido en gran medida por gauchos y huasos), con el objetivo de
cruzar los Andes para liberar Chile y Perú.
Los gauchos
desarrollaron los combates contra los realistas en el marco de acciones de
guerrilla que se darían en llamar ‘montoneras’, a lo largo de una línea
fronteriza de más de 600 km de extensión, que quedó bajo la responsabilidad de
Güemes después del colapso militar patriótico producido por la derrota del
Ejército del Norte tras la Batalla de Sipe Sipe en 1815. El principal escenario
de operaciones fue la Quebrada de Humahuaca y las provincias vecinas de Tarija.
Aquellas
luchas se prolongaron por más de diez años, conociéndose con el nombre de ‘Guerra
Gaucha’. Solamente en el norte del territorio argentino, la fuerza militar
gaucha libró 236 combates contra las fuerzas realistas españolas defendiendo la
frontera. Los gauchos norteños demostraron habilidades y destrezas particulares
para el combate a caballo y en la lucha abierta, aún en medios adversos.
Así las
tropas gauchas también constituyeron un hito muy importante en el desarrollo de
la independencia de Bolivia, destacándose las acciones guerrilleras llevadas a
cabo por los comandantes de las republiquetas independientes como Manuel
Ascencio Padilla, su mujer Juana Azurduy, Eustoquio Méndez y otros. Estas
actuaban en estrecha colaboración con las tropas de Güemes.
En el sur de
Brasil los gauchos desencadenaron una guerra independentista en la región de
Río Grande del Sur, formando una república independiente entre los años 1836 y
1845, liberando a los esclavos y creando una constitución.
En la
bibliografía histórica militar internacional, los gauchos fueron comparados por
analogía con los soldados musulmanes del cuerpo de mamelucos del Norte de
África. Nosotros vemos un destello más de la clara e indudable influencia
hispanomusulmana transmitida a través de los moriscos y que llega desde los
Zenetes del Magreb africano para colaborar en la manifestación del espíritu
único de nuestra raza gaucha, espíritu que nos justifica como argentinos entre
las culturas tradicionales del mundo.
De Montoneras gauchas y
Cuadrillas monfíes
A este
respecto no está de más señalar las notables semejanzas entre las montoneras
gauchas que cumplieron un rol determinante en la incipiente historia argentina
y las cuadrillas “Monfíes” que
opusieron una férrea resistencia contra el poder central en la España de la
‘Reconquista’.
‘Monfíes’,
del árabe ‘munfī’, «desterrado», es
el nombre por el que se conocieron en el siglo XVI y principios del XVII a los
moriscos refugiados en las serranías del antiguo Reino de Granada (en España),
dedicados primordialmente al bandolerismo, dada su condición de marginados y
perseguidos.
Los monfíes
fueron, originalmente, mudéjares huidos a los montes como consecuencia de los
desórdenes y la represión asociados a la conquista de Granada por los Reyes
Católicos en 1492, y su número aumentó en décadas posteriores conforme crecía
la presión ejercida por las nuevas autoridades castellanas contra los súbditos
granadinos, especialmente después de que fueran obligados a convertirse al
cristianismo, pasando a ser llamados moriscos, como anotáramos precedentemente.
Los monfíes se organizaban en cuadrillas dirigidas por ‘capitanes’ (que indudablemente nos remiten a nuestros Caudillos),
algunos de ellos famosos, como Gonzalo el Seniz. Las cuadrillas a veces se
agrupaban en bandas, con una organización casi militar. Los monfíes, de
extracción eminentemente rural, formaron comunidades en los montes en las que
practicaban libremente los ritos de su fe islámica, al contrario que el resto
de los moriscos que eran obligados a mostrar adhesión a las creencias y
rituales católicos. Los monfíes se dedicaron en gran medida a la propia
justicia contra los desmanes sufridos a manos de los cristianos y tuvieron en
los pastores a sus mejores aliados.
En gran
medida, las similitudes que encontramos entre monfíes moriscos y gauchos
montoneros es la pertenencia de ambos estratos en la categorización que se ha
hecho de ellos en cuanto a su supuesto ‘bandolerismo’.
Entendemos aquí que bajo ese concepto se oculta lo que el historiador Hugo
Chumbita llama “modos de autodefensa de
grupos autóctonos” frente a la ocupación colonial, la organización del Estado
y su monopolio de la violencia. En referencia a los criollos primitivos de la
pampa argentina, Chumbita escribe: “En aquellas fabulosas llanuras irredentas
cada cual valía por sí mismo sin tener que dar cuenta a nadie. En los márgenes
de la civilización colonial, en contacto con ella pero fuera del orden, arraigaron
formas de subsistencia alternativa, otros códigos y otra manera de ser. Para la
gente ilustrada en la visión eurocéntrica, era la barbarie. (...) Tras la
frontera la vida humana no era idílica, pero regían las leyes de la naturaleza
por sobre las de la corona y la amplitud del horizonte alentaba la ilusión de
libertad. Cada vez que el sistema de ocupación colonial avanzó desde las
ciudades hacia esas regiones periféricas, tropezó con los disturbios rebeldes.
La organización del Estado y su monopolio de la violencia chocaba en particular
con la existencia de las tribus pastoras y los vaqueros errantes, que
sostuvieron análogas confrontaciones con el poder de los propietarios,
comerciantes y funcionarios. En el marco de tales conflictos, gran parte de lo
que se calificaba como bandolerismo no eran sino modos de autodefensa de esos
grupos autóctonos” (Jinetes Rebeldes,
cap. 1: Bárbaros, Bandidos y Rebeldes). Esta situación con el tiempo habría de
prolongarse contra los gauchos y las capas rurales criollas luego de la
independencia con el Directorio y la ley de la vagancia, y más tarde en las
confrontaciones civiles, sobre todo después de Pavón, con la avanzada política
y cultural del liberalismo mitrista y sarmientino.
Dentro de
este marco, tanto los monfíes moriscos
como los gauchos montoneros pueden
circunscribirse en la noción de bandolero
social que fuera acuñada por el pensador Eric Hobsbawn, la cual enfatiza la
dimensión colectiva de sus peripecias como expresión contestataria de una
comunidad, por oposición al carácter individual del simple delincuente. Este
fenómeno es propio de las sociedades de base agraria -incluyendo las economías
pastoriles-, compuestas por campesinos y trabajadores rurales que eran
explotados por señores, terratenientes, ciudades u otros centros de poder.
Hobsbawn interpreta estos modos de autodefensa autóctono (llamados por él ‘bandolerismo social’) como “forma primitiva de protesta”, de
carácter ‘prepolítico’, propia de
sociedades campesinas tenazmente tradicionales y de estructura ‘precapitalista’. En tiempos en que se
rompe el equilibrio tradicional, esos brotes se agudizan y el bandolero se
transforma en símbolo de resistencia, exponente de las demandas de justicia de
la comunidad. No es un innovador, sino un tradicionalista que aspira a la
restauración de la ‘buena sociedad
antigua’. Esto nos lleva a la apreciación dada por el historiador argentino
Félix Luna en el prólogo a su libro Los
Caudillos: “La resistencia a todo lo que tendiera a insertar al país dentro
del esquema capitalista no era sino una expresión del natural conservatismo de
los caudillos, apegados a los valores tradicionales y a una realidad del país
que iba desapareciendo, derrotada por la técnica y el capital”. Gauchos y
moriscos compartieron por igual la vehemencia de la vida en libertad enmarcada
por una cosmovisión tradicional, ambos unidos por un mismo espíritu que
trascendiendo el espacio y el tiempo se convirtió en resistencia e identidad.
***
Continúa Leopoldo
Lugones hablándonos del gaucho y sus aperos: “Jinete por excelencia, resultaba
imposible concebirlo desmontado; y así, los arreos de cabalgar, eran el
fundamento de su atavío. (…) Su manera de enjaezar
el caballo, tenía, indudablemente, procedencia
morisca. (...) Las riendas y la jáquima
o bozal, muy delgados, aligeraban en lo posible el jaez cuyo objeto no era contener ni dominar servilmente al bruto,
sino, apenas, vincularlo con el caballero (...) Las anchas cinchas taraceadas con tafiletes de color, son
moriscas hoy mismo. (...) Análogos bordados y taraceos solían adornar los guardamontes usados por los gauchos de
la región montuosa. Aquel doble delantal de cuero crudo, que atado al arzón
delantero de la montura, abríase a ambos lados, protegiendo las piernas y el
cuerpo hasta el pecho, no fue sino la adaptación de las adargas moriscas para correr cañas, que tenían los mismos adornos y
casi idénticas hechuras: pues eran tiesas en su mitad superior y flexibles por
debajo para que pudieran doblarse sobre el anca del animal”.
Sumamente
interesante nos resulta develar la procedencia de algunos términos claves
utilizados aquí por Lugones, por ejemplo:
jáquima, del árabe ‘sakina’,
cabezada de cordel que hace las veces de cabestro; jaez, del árabe ‘yehez’,
cualquier adorno que se pone a las caballerías, en este caso los jaeces; taraceo, del árabe ‘tar’zi’, incrustación; tafilete,
del bereber ‘tafilelt’, cuero bruñido
y lustroso, mucho más delgado que el cordobán; adarga, del árabe ‘ad-darqa’,
escudo de cuero de forma ovalada o acorazonada.
Árabes y Gauchos en el proyecto Sarmiento
Domingo
Faustino Sarmiento ha dejado cuantiosas apreciaciones sobre las semejanzas del
gaucho y sus antepasados moros. Si bien su visión de los gauchos era
decididamente peyorativa, no deja de suponer un inestimable aporte para el
asunto que nos toca. En su obra clásica Facundo,
la cual originalmente fue escrita como una denuncia desde la óptica liberal al
régimen tradicional de don Juan Manuel de Rosas, establece asombrosos -si bien
despectivos- paralelos entre la vida de campaña del beduino y el gaucho. No
está demás aclarar que, al establecer estos paralelos, Sarmiento tiene en mente
a los habitantes seminómadas del Norte de África (de Argelia más precisamente), que en su mayoría eran de origen
bereber, quienes suponían una evidente contracara para los intereses
civilizadores (colonialistas) de la
Francia de entonces. Sarmiento no duda en trasplantar a nuestra pampa la imagen
del beduino, que transformado aquí en gaucho es el obstáculo que deberá ser
superado para implantar el proyecto liberal y civilizador que el prócer
europeizante ha concebido para la Argentina. Sin embargo debe quedar claro que
el paralelo de Sarmiento no es ideal o imaginario: sus viajes al África dejarán
testimonio de las indudables semejanzas entre musulmanes y gauchos esbozadas en
un primer momento en Facundo. En 1850
inserta en su obra la siguiente nota: “No es fuera de propósito recordar aquí
las semejanzas notables que presentan los argentinos con los árabes. En Argel,
en Orán, en Mascara, y en los aduares del desierto, vi siempre a los árabes
reunidos en cafés, por estarles prohibido el uso de licores, apiñados en
derredor del canto de la vihuela a dúo, recitando canciones nacionales
plañideras como nuestros tristes. La rienda de los árabes es tejida de cuero y
con azotera como las nuestras; el freno de que usamos es el freno árabe y
muchas de nuestras costumbres revelan el contacto de nuestros padres con los
moros de Andalucía. De las fisonomías no se hable: algunos árabes he conocido
que juraría haberlos visto en mi país”.
Leemos en Facundo: “La vida pastoril nos vuelve
impensadamente a traer a la imaginación el recuerdo de Asia, cuyas llanuras nos
imaginamos siempre cubiertas aquí y allá de las tiendas del calmuco, del
cosaco, o del árabe. La vida primitiva de los pueblos, la vida eminentemente
bárbara y estacionaria, la vida de Abraham, que es la del beduino de hoy, asoma
en los campos argentinos aunque modificada por la civilización de un modo
estraño” (cit. Verdevoye 693). “Las
hordas beduinas que hoy importunan con sus algaradas y depredaciones las
fronteras de Argelia, dan una idea exacta de la montonera argentina... La misma
lucha de civilización y barbarie, de la ciudad y el desierto existe hoy en
África; los mismos personajes, el mismo espíritu, la misma estrategia
indisciplinada entre la horda y la montonera” (Facundo, cit. Verdevoye 694).
Ahora bien,
en sus Viajes en Europa, África y América
(1847) el paralelismo se acentúa profundamente tras una visión aún más concreta
de los acontecimientos en el Norte de África que le sirven de ejemplo para su
tarea en la Argentina. En su ensayo Beduinos
en la Pampa: El espejo oriental de Sarmiento, Isabel de Sena apunta que la
carta que Sarmiento escribe de Argelia es una apología del colonialismo
francés. Haciendo un análisis de las cartas escritas por Sarmiento en aquel
momento, De Sena escribe: “El avance de la civilización, o de la colonización,
es sistemáticamente metaforizado como movimiento, frente al cual el inmovilismo
autóctono se convierte en resistencia irracional: de un lado están las calles
árabes, estrechas, húmedas y oscuras, donde se sientan los árabes en el suelo
fumando o tejiendo en actitudes ancestrales, inmutables; del otro lado se ve el
bullicio: ‘transformación y movimiento; i
al paso que van las cosas, dentro de poco podrá sin impropiedad llamarse este
país la Francia africana’ (pág. 173). El avance francés en territorio
africano, en el lenguaje típico del viajero occidental en África o en América,
se asocia a la pulcritud, la luz, el movimiento, el esplendor (...). El campo
semántico de lo árabe está, al contrario, marcado por la oscuridad, la
credulidad, irracionalismo, primitivismo, fanatismo religioso y, obviamente,
barbarie. Son la serpiente en la hierba (pág.
175), una plaga (175). Hijos de una
misma especie, de un mismo 'tronco' (177) que los judíos, han degenerado, y
personifican los aspectos nefastos de su cultura pastoril de origen: ‘Árabe era Abraham i por más que los
descendientes de Ismael odien i desprecien a sus primos los judíos, una es la
fuente de donde parten estos dos raudales relijiosos que han trastornado la faz
del mundo; del mismo tronco ha salido el Evangelio i el Koran; el primero
preparando los progresos de la especie humana, i continuando las puras
tradiciones primitivas; el segundo, como una protesta de las razas pastoras,
inmovilizando la intelijencia i estereotipando las costumbres bárbaras de las
primeras edades del mundo’ (177). La Providencia, en forma de Historia,
intervino para dispersar a los hebreos cuando dejaron de tener un papel que
desempeñar en el mundo (177), reemplazados en el lineal movimiento hacia
adelante por el cristianismo, pero los árabes, que han mantenido sus costumbres
pastoriles, se convierten en estorbo, un obstáculo a la civilización”. Estas
apreciaciones serán trasladadas a la Argentina: el estorbo será el gaucho,
símil pampeano del árabe, y el gobierno ‘tiránico’ de Juan Manuel de Rosas,
cuya base social la conformaba el gaucho, será homologado con las ‘tiranías’
del Oriente y del África (por aquel
entonces el Imperio Otomano. Curiosamente Sarmiento relaciona el rojo punzó del
federalismo con el rojo otomano como símbolo de ‘barbarie’). El ‘atraso’
obstaculizador frente al ‘movimiento’ civilizador es representado por el pueblo
islámico tradicional en Argelia y por el gaucho en la Argentina. Las pautas ‘negativas’,
que Sarmiento percibe como características anquilosadoras, pertenecen a un
acervo cultural y espiritual compartido que emparentan tradicionalmente al
musulmán árabe-africano y al gaucho argentino.
Similarmente
a su visión del árabe, Sarmiento dice del gaucho: “Tengo odio a la barbarie
popular... La chusma y el pueblo gaucho nos es hostil... Mientras haya un
chiripá no habrá ciudadanos, ¿son acaso las masas la única fuente de poder y
legitimidad? El poncho, el chiripá y el rancho son de origen salvaje y forman
una división entre la ciudad culta y el pueblo, haciendo que los cristianos se
degraden...” (Carta a Mitre fechada el 24
de septiembre de 1861). “Se nos habla de gauchos... La lucha ha dado cuenta
de ellos, de toda esa chusma de haraganes. No trate de economizar sangre de
gauchos...es lo único que tienen de humano. Este es un abono que es preciso
hacer útil al país. La sangre de esta chusma criolla incivil, bárbara y ruda,
es lo único que tienen de seres humanos” (Carta
a Mitre fechada el 20 de septiembre de 1861). “Son animales bípedos de tan
perversa condición que no sé qué se obtenga con tratarlos mejor” (Carta a Mitre, marzo de 1862).
Decidido a
conocer las causas de todo ‘progreso’ y ‘atraso’ social, Sarmiento inicia los
Viajes ya citados que dejará documentados para la posteridad. En líneas
generales, atribuye el atraso de la Argentina al elemento español que ha
predominado en los habitantes de nuestra tierra, elemento sumamente arabizado,
y que debe ser exorcizado mediante el ideario y la inmigración europea
(francesa e inglesa) y estadounidense, representantes acabados del desarrollo
liberal, capitalista y republicano. A su paso por España escribe: “El español
de hoy es el árabe de ayer, frugal, desenvuelto, gracioso en la Andalucía,
poeta y ocioso por todas partes; goza del sol, se emborracha poco, y pasa su
tiempo en las esquinas, figones y plazas. Las mujeres llevan velo sobre la
cara, la mantilla, como las mujeres árabes. Se sientan en el suelo en las
iglesias, sobre un tapiz o alfombra con las piernas cruzadas a la manera
oriental. En todo el mundo cristiano lo hacen en sillas, en Roma incluso. Los
hombres llevan la faja colorada de los moriscos; los andaluces la chamana, los
valencianos la manta y las gabuchas; los picadores conservan los estribos; y el
gobierno de los Capitanes generales, cadies absolutos de las provincias que se
entrometen en hacer justicia a la manera de Aroun al-Raschid. Rézanse tres
oraciones al día, en contraposición a las cinco plegarias enunciadas por el Muhezzin...”.
Notables
comparaciones entre nuestros criollos y los árabes musulmanes encontramos en su
libro El Chacho, donde Sarmiento escribe
acerca del caudillo riojano Ángel Vicente Peñaloza: “Su situación en la
República Argentina, con su carácter y medios de acción, era la de los cadíes (gobernador, juez) de las tribus árabes
de Argel”. Y hablando sobre el influjo que el caudillo ejercía sobre sus “muchachos”
inserta la siguiente apreciación: “Tiene en los Llanos la misma explicación que
en los países árabes la vida del desierto; pues aquella parte de La Rioja lo
es; aunque tiene pastos...”. En Facundo
ya ha demostrado estas analogías entre los espacios físicos, determinantes de
un tipo humano particular; allí escribe: “He tenido siempre la preocupación de
que el aspecto de la Palestina es parecido al de La Rioja, hasta en el color
rojizo u ocre de la tierra, la sequedad de algunas partes, y sus cisternas;
hasta en sus naranjos (...) Pero aún no dejaría de sorprender por eso la vista
de un pueblo (el riojano) que habla
español y lleva y ha llevado siempre la barba completa, cayendo muchas veces
hasta el pecho; un pueblo de aspecto triste, taciturno, grave y taimado,
árabe...”. A este respecto, Lapesa escribe que los moriscos andaluces eligieron
sitios análogos a los de su procedencia para afincarse en América, sobre todo
teniendo en cuenta su ascendiente campesino, rural, y la sangre mora que traía
en ella nostalgias de espacios abiertos y libertades.
Sarmiento
establece notables paralelos entre los habitantes de la campaña riojana y los
árabes del Asia y África, culpables según su visión desarrollista del atraso de
la comunidad a la que pertenecen; para esto tampoco duda en remitirse al
ascendiente aborigen de los criollos, siendo así, en sus apreciaciones
peyorativas, uno de los principales autores clásicos argentinos en revelar al
criollo como un resultado evidente de la mestización entre nativos amerindios y
moriscos peninsulares. Remitiéndose al arraigo natural de los gauchos a la
tradición vernácula, en El Chacho
escribe: “La tradición es, por otra parte, el arma colectiva de estas estólidas
muchedumbres embrutecidas por el aislamiento y la ignorancia. Facundo Quiroga
había creado desde 1825 el espíritu gregario; al llamado suyo, reaparecía el
levantamiento en masa de los varones a la simple orden del comandante o jefe;
la primitiva organización humana de la tribu nómade, en un país que había
vuelto a la condición primitiva del Asia pastora (...) De estos resabios salió
la montonera, pronunciándose, al expirar en el movimiento final del Chacho,
bajo las formas de un alzamiento de campañas, (...) casi indígena”.
En Recuerdos de Provincia, al narrar su
viaje por Argelia en 1845, nos sigue dando sus apreciaciones: “En Argel me ha
sorprendido la semejanza de fisonomía del gaucho y del árabe, y mi chauss (guía indígena de la administración colonial
francesa en Argelia) me lisonjeaba diciéndome que, al verme, todos me
tomarían por creyente. Mentéle mi apellido materno que sonó grato a sus oídos,
por cuanto era común entre ellos este nombre de familia; y digo la verdad, que
me halaga y sonríe esta genealogía que me hace presunto deudo de Mahoma”. En su
Vida de Sarmiento, Ricardo Rojas
aclara que Sarmiento estaba en Argelia “porque deseaba ver el desierto y sus
árabes, sospechándolos muy semejantes al paisaje argentino y a los gauchos”.
Sarmiento lo confirma en su Facundo: “...así
hallamos en los hábitos pastoriles de América, reproducidos, hasta los trajes,
el semblante grave y hospitalidad árabes”.
Nuevamente, en
Recuerdos de Provincia, Sarmiento se
ocupa de su genealogía, y continuando una línea ascendente que parte desde su
madre, Paula Albarracín, se remontará a un líder moro llamado Al Ben Razín, quien en el contexto del
ingreso musulmán en la Península Ibérica, estableció una familia y dio su
nombre a una ciudad, siendo así que Albarracín, ciudad de la provincia de Teruel
(España), sólo constituye una
derivación de aquella.
Entre los
grupos de etnia amazigh que cruzaron
a la Península Ibérica en el siglo VIII, se encuentran los Hawara, del tronco de los Botr,
y al cual pertenecía la familia de los Banu Razin. Los asentamientos
correspondientes a esta etnia Hawara
son reconocibles porque al comienzo de sus respectivas denominaciones aparecen
los prefijos ‘banu’ o ‘beni’, y su presencia se difundió por el
centro, sur, y este de la Península, siendo que en lo que respecta a la familia
de los Banu Razin, ésta se posicionó en el macizo entre Teruel y Cuenca, con el
propósito de defender las fronteras de Al-Ándalus.
Será el historiador
español Jacinto Bosch Vilá quien, señalando que los Hawara fueron una de las primeras etnias amazigh que se
establecieron en las tierras fronterizas de Al-Ándalus, describe a una de sus
fracciones, los Banu Razin, como una familia ‘numerosa y rica’ y que ocupando “castillos al sur de la actual
provincia de Teruel llegaron a constituir en Santa María de Ben Razin una
dinastía taifa...”
Los Hawara o Huara o Houara, habían
habitado el Fezzan Libio (región sudoeste
del país) y, conforme a los estudios realizados por el francés Charles
Foucauld, el término ‘Huara’ debe
asociarse con el vocablo ‘Ahaggar’, tuareg noble. Posteriormente habrían de
emigrar hacia la costa del norte de África, pasando a dominar a las antiguas
poblaciones allí asentadas hasta integrarlas étnicamente. El islamólogo
franco-argelino Evariste Levi Provençal, en Historia
de la España Musulmana hasta la Caída del Califato de Córdoba (1950),
sustenta también el origen amazigh de los Banu Razin. No sólo en nuestros
gauchos, sino que en numerosas asociaciones encontramos elementos norafricanos
en nuestra Argentina, provenientes de los moriscos llegados al Río de la Plata.
En
definitiva, y teniendo en cuenta que nuestra investigación está dando recién
sus primeros pasos, estas breves notas que hemos recogido nos llevan a concluir
que el Gaucho tiene un poderoso antecedente en la civilización de al-Ándalus,
la España Musulmana, cuna de los pueblos iberoamericanos, civilización que así
mismo recibió la fuerte impronta cultural y espiritual de las tribus imazighen
del norte de África encargadas de transmitir a la Península Ibérica el flujo
tradicional del acervo islámico.
[1] Hemos brindado dos ejemplos históricos que
indudablemente aproximan estas armas criollas a sus antecedentes moros. En su
libro ‘Esgrima Criolla’, López Osornio se remite a un origen tal vez más
elemental pero que no deja de ser históricamente viable e interesante.
[2]
Así encontramos en un cantautor argentino
contemporáneo, el gaucho y payador surero Alberto Merlo (1931-2012), una payada
titulada ‘De pie forzado’, en la cual expone excelentemente este género de
interpretación (en el disco ‘Paisano’).